Prólogo-carta

Publicado en el libro ‘Tecnopersonas’, en la edición la editorial Grama, Buenos Aires, 2023.

Si has decidido sumergirte en la lectura de estas páginas, una disposición que desde ya celebro, se debe, supongo, a que el subtítulo –Cómo las tecnologías transforman nuestras vidas– promete orientarte en la búsqueda de respuestas a una inquietud existencial, la cual, no por afectar a todos, requiere menos del empeño de cada uno.

Por tal razón, si he optado por escribir esta introducción en forma de epístola, es porque he aceptado gustosa la invitación de sus autores a participar de su juego[1] hasta incluirme en él desde mi condición de destinataria de esta y otras cartas, aunque no siempre mi respuesta haya sido inmediatamente consecutiva, como se podrá deducir de este texto.

En esta ocasión y gracias a la Editorial Grama, te dirijo a ti, lector, lectora latinoamericana del último libro de Javier Echeverría -escrito en colaboración con Lola Almendros- una misiva que se encontraba a la espera de su concreción y cuya escritura inicié hace cuarenta años, cuando elegí el exilio con la esperanza de vivir sin temor, y de acceder libremente a los saberes censurados por la dictadura militar que sembró el terror en Argentina.

Conocí a Javier Echeverría en la Facultad de Zorroaga de Donosti, donde un grupo de Profesores e intelectuales formados en el espíritu del 68 que reinó en las universidades europeas mientras agonizaba el franquismo, se dio cita para llevar adelante un ambicioso proyecto, una Facultad de Filosofía y Letras a la altura de los tiempos e imbuida del movimiento político de reapropiación de la cultura en la lengua ancestral del pueblo vasco, el euskera, prohibida y perseguida durante la dictadura. En el programa de esa carrera universitaria se incluía el estudio del Psicoanálisis orientado por la enseñanza de Lacan, el primer paso institucional hacia la recuperación de la lengua freudiana, pervertida y adulterada durante los años oscuros.

En el mes de enero de 1982 tuvieron lugar en un edificio antiguo y sin calefacción, las primeras jornadas internacionales que con el título Jerarquía y diferencia reunió a destacados representantes del debate filosófico y antropológico del momento.[2] Puede atisbarse la dimensión de la apuesta si tenemos en cuenta que se llevaron a cabo -traducción mediante- en las tres lenguas: francés, español, euskera. El nivelazo y en ocasiones, ardor de las discusiones que tuvieron lugar entonces dejaron una huella indeleble en mí, así como el propósito de participar un día en un banquete semejante.

Más tarde comprendería que un espíritu leibniciano animaba el convite y la elección de los ponentes de ese histórico encuentro, y que ese mismo espíritu merecía su actualización y su propagación a fin de reunir los medios para afrontar de manera crítica y argumentada, en un franco diálogo con diversos autores, los efectos de la llamada revolución tecnológica que se tematiza en Tecnopersonas.

Pero, ¿a qué me refiero al hablar de espíritu leibniciano? Se trata, fundamentalmente, de una orientación favorable al reconocimiento de los puntos de enlace simbólicos que engarzan nuestros tiempos con otros, anteriores, temporalmente, pero, sobre todo, lógicamente.  No se trata de una búsqueda de un orden de sucesión progresiva o jerárquica del pensamiento, sino de una perspectiva analítica, si admitimos, con Echeverría y Almendros, que los distintos paradigmas o marcos conceptuales no se suceden ni se superan -en plan darwinista- como fases evolutivas del conocimiento, sino que cada vez se aportan nuevas perspectivas, nuevas lecturas acerca de los grandes enigmas de la existencia que hacen posible valorar otros factores hasta el momento ignorados o desconocidos.  La obra de Leibniz es ejemplar en este sentido, artífice del diálogo entre los Antiguos y los Modernos, los historiadores le consideran un representante de la philosofhia perennis.[3]

Podemos reconocer en Javier Echeverría una auténtica filiación intelectual con su maestro, deseada y cultivada con esmero. Gran conocedor de la obra del filósofo alemán y comprometido con su edición y divulgación (también de sus manuscritos), es posible tender un hilo rojo entre las clases de Filosofía de la ciencia que dictaba en Zorroaga durante la década de los 80, en las que nos daba a conocer al sabio del siglo XVIII, y esta última publicación –Tecnopersonas– de crucial importancia para entender la época que estamos atravesando.

Es la razón por la que no nos sorprende encontrar, por ejemplo, en un texto de Echeverría[4], citas del diálogo El político de Platón que merecen ser recuperadas en el contexto actual: por una parte, nos ilustran acerca del modo en el cual el filósofo griego afrontaba por primera vez el dilema trascendental de la articulación del saber y el poder en la polis, postulando como deseable la importancia de la formación filosófica de los aspirantes al gobierno -algo que sería retomado y relativizado posteriormente entre otros, por el propio Leibniz- a la vez que no hacía distinción de género en las figuras capaces de conducir al demos, ya que según Platón mujeres y hombres gozaban del mismo derecho.  Una consideración que llega a convertirse en un principio vital para Leibniz, como lo demuestra su relación con las princesas y filósofas en el ejercicio de una filosofía cortesana cuyo aspecto político destaca Echeverría cuando aboga por cultivar en nuestros tiempos una filosofía mundana, capaz de conectar y de, eventualmente, influir en el poder que en los países democráticos se confiere a los ciudadanos. Este es uno de los aspectos nodales del recorrido que podrás realizar leyendo el libro Tecnopersonas, el enlace del aspecto epistémico y el político que comportan nuestras tecnoexistencias, a fin de localizar de forma precisa dónde y cómo se genera el poder en el universo digitalizado hasta quedar en manos de los señores de las nubes o señores del aire, y las consecuencias que se derivan de este hecho para los denominados usuarios, despojados, entre otros aspectos, del nombre propio que caracteriza nuestra existencia singular, no menos que de su saber y de su capacidad de acción.

La invención del término Tecnopersona para nombrar nuestro modo de estar -que no habitar- en el tercer entorno[5], inaugura un auténtico abanico semántico desde el cual se va tejiendo una red de significaciones en cuya compleja trama Echeverría y Almendros nos guían a fin de cernir cada detalle de la mutación a la que estamos asistiendo. Este libro es una auténtica guía para desorientados y despistados, nos ayuda a despertar, nos incita a discutir, a no satisfacernos con una idea aproximada de las cosas. Es una invitación al debate, a la controversia, al juego más serio y elevado de la dialéctica. Es una carta abierta en cuya lectura cada uno es convocado a poner de su parte hasta convertirse, activamente, en su destinatario.

En el primer capítulo del libro encontrarás los fundamentos de la noción de tecnopersona, cuyos orígenes se remontan, por un lado, al etrusco phersu, -que significaba enmascarado- y al latino prosopon, lo que se presenta de sí a la mirada de los otros y; por otro, a la dimensión invocante que se desprende de la otra acepción etimológica: per-sonare, y que hace alusión a las emisiones que tienen lugar en el teatro. El acento implícito en la mirada y en la voz (que Freud y Lacan suscribirían por denotar un carácter de satisfacción pulsional acéfala) lo hace preferible a la noción de ciborg o inforg, y es justificado claramente por los autores. Porque en ambas acepciones se acentúa su función social, esencial en la concepción filosófica de Leibniz y en el planteamiento crítico de este libro, digno de la Escuela de Francfort.

Y ello en tanto nos acerca a un modo muy distinto de hacer filosofía del que resulta de la introspección, solitaria, de una mente brillante, o del vinculado a la enseñanza en el marco de una institución universitaria; la independencia intelectual que supone ocuparse de esta manera en un tema de tal enjundia revela una firme toma de posición epistémica, ética y política. 

En la introducción de Filosofía para princesas (un acicate evidente para el texto que te remito) y escrita en forma de carta-dedicatoria del epistolario que G. W. Leibniz intercambió con Sofía de Hannover, Sofía Carlota de Berlín y Carolina de Anspach, despliega Javier Echeverría un singular retrato del filósofo alemán, más aún, describe su posición en la vida y en la búsqueda del saber llegando a otorgarle, con razón, un lugar aparte en la historia del pensamiento occidental.

Retengamos de esa presentación el calificativo de filósofo perspectivista, precursor de la Ilustración y la Enciclopedia, en cuya fructífera inmersión en los diversos campos del conocimiento podemos reconocer los signos propios de un espíritu inquieto y cultivado, ciertamente, a “la altura de la subjetividad de su época.”  Considerado el filósofo barroco por antonomasia[6], su obra y su propia existencia se presenta ante nuestros ojos como una respuesta al cogito cartesiano -en cuyo enunciado pienso, luego existo, pudo apuntalarse la ciencia en sentido moderno. Una cuestión de envergadura y que llega hasta nosotros a través de Echeverría y Almendros, en la recuperación de la figura del tecnogenio maligno[7] a fin de alertarnos acerca de los riesgos que asolan nuestro acceso a la información, así como la opacidad que caracteriza la manipulación de los datos que aportamos gratuita e inconscientemente al hardware cada vez que actuamos en el tecnomundo por medio de los dispositivos que anexamos a nuestro cuerpo y que Echeverría había anticipado con su concepto de consumo productivo, en una obra que revela ser, a todas luces, premonitoria de estos tiempos: Telépolis[8].

Más aún, la insistencia de Echeverría y Almendros en interrogar desde una perspectiva axiológica la aplicación de las tecnociencias, profundizando en su distinción precisa de la técnica, la tecnología y la propia ciencia, alcanza la cima cuando la interrogación se centra en las nuevas necesidades (y satisfacciones) generadas por el tecnocapitalismo, incluyendo las vinculadas a expectativas y profecías transhumanistas que llegan a tomar la forma de tecnorreligiones.

Porque no se trata en la existencia de las tecnopersonas -y este es, a mi entender, uno de los aportes esenciales de este libro- de una nueva dimensión ontológica, de un nuevo modo de ser, sino del establecimiento de un nuevo modo de hacer, de una nueva praxis que impone sus condiciones de uso, o de funcionamiento. Una diferencia sustancial que requiere, por nuestra parte, el cuestionamiento de su inexorabilidad, a fin de recuperar nuestra capacidad de acción, cedida a los programadores, a los algoritmos, y a los propietarios de sus patentes que nos relegan a la condición de agentes.

Diversos autores han establecido paralelismos entre la época de Leibniz y la nuestra; si nos inclinamos en esa dirección, destacando algunos aspectos que juzgamos comparables entre el siglo XVIII y el XXI, intentaremos cernir una lógica común a fin de localizar repeticiones y novedades, teniendo en cuenta que entre tanto tuvieron lugar acontecimientos decisivos en la historia de la civilización como la Revolución Francesa, la revolución industrial, la formación de los Estados y, en el siglo XX, la Segunda Guerra mundial y la consumación del capitalismo. Echeverría y Almendros señalan y desmenuzan sus injerencias, recordándonos que las primeras aplicaciones de uso militar de las tecnociencias tuvieron lugar en EEUU en los años 50. A partir de entonces el poder del imperio americano se hizo evidente en la geopolítica y en la biopolítica, acrecentado por el programa de influencia que llevaría a cabo la industria cultural -netamente anhistórica e individualista-. 

Pero volviendo al barroco, en aquel período la Iglesia católica se consagró al diseño de un programa político con el propósito de delectare et movere el alma de los fielesy así reconquistar la subjetividad excluida por el método cartesiano. Las escopias corporales[9], especialmente las del sufrimiento de la Pasión, inundan la Europa católica hipnotizando las miradas, ofreciendo así una regulación del alma  por conferir un sentido culpable a los dolorosos afectos que sacuden el cuerpo.

Y es que el impacto que causan las imágenes en los seres humanos es consustancial a su formación, porque entre el sujeto y el mundo se impone la realidad del semejante en torno a cuya imagen se forma el yo, como su reflejo especular, en la tensión pasional con el otro que conocemos como narcisismo y que condiciona nuestra imagen del mundo. Pero con la introducción de las pantallas y de la acción de la tecnomirada cuyo alcance ha llegado a nombrarse como capitalismo de la vigilancia, la captura de los mirones se ha desplazado a su gemelo digital, y de ahí al marketing de la propia imagen que se cuantifica a golpe de likes y seguidores. Echeverría y Almendros analizan esta tensión entre la “transparencia” de la otrora intimidad, -ahora ofrecida al espectáculo y anzuelo para su fetichización– con la oscuridad en la que trabajan los autores de los programas que leen los signos que pulsamos en el teclado, inaccesibles para el público. 

El espejo ha pasado de la representación mental a lo real, el doble virtual aparece en la pantalla y con él se intenta regular la propia imagen pretendiendo declarar una identidad propia que es, en realidad, un señuelo, porque da consistencia a la máscara, a la tecnopersona, induciendo a la cosificación. Los beneficios que ocasiona esta captura adictiva de las masas se contabilizan en los procesadores, en las granjas de datos pertenecientes a los señores del aire.  

No es un detalle menor que Leibniz elabore su filosofía durante el barroco, en un momento de la civilización caracterizado por la emergencia del sujeto en sentido moderno, -el sujeto de la ciencia- cuya investigación se independiza de la omnipotencia de la mirada divina y se afianza en la deducción de las leyes universales. Un filósofo digno de tal nombre no puede desconocer el impacto de las matemáticas en la existencia humana, de hecho, Leibniz dialoga con el mismísimo Newton. Pero ello no le impide conceder importancia a otros aspectos de la subjetividad, muy especialmente al amor, llegando a definirse a sí mismo como amante de la verdad y amante de Dios.  Por eso lo fundamental es la forma en que construye un partenaire de su palabra, un destinatario de su discurso filosófico que toma forma en sus cartas, en el lazo que hace posible el deseo de saber, en el despliegue de una conversación que Echeverría identifica como un topos singular, un principio individual que rige su viday en el que reconoce la semejanza con el inconsciente freudiano.

Ese lugar del discurso – la princesa- es el signo de lo que no puede escribirse en el lenguaje, matemático o no, por ser su tope real, el hueco en el que podrán alojarse las figuras femeninas, una por una, sin que ninguna consiga entregar una esencia universal. Ese lugar no puede delinearse en el mundo digital, y por razones de estructura, el binarismo excluye lo Otro de su propio lenguaje. Por lo tanto, en los tecnomundos no existen, y por fundadas razones, tecnoprincesas, ni tecnofilósofos. Como tampoco es posible el diálogo que sostienen los pronombres personales, en donde se puede captar y afianzar una enunciación singular; la ilusión de comunicación elimina la dimensión del diálogo donde pueden forjarse y distinguirse, por lo tanto, las posiciones y estilos de unos y otros. 

Diluida la frontera entre la vida on life y on liffe, un eterno presente se convierte en esperanza, en fe, en promesa, mientras el cuerpo se consume y la razón se debilita.

Por ese motivo tampoco hay lugar para la creación, en el reino de los algoritmos la palabra-amo es innovación, y la invocación cansina de expertos y científicos para difundir las noticias, las fake news, nutre una babel de ruido. La conclusión de Echeverría y Almendros es fuerte: allí se produce nada, o más bien, la producción es imparable y anodina. Y es que en el lenguaje mismo reside la paradoja por la cual un mismo elemento puede ser símbolo del poder o de la potencia, albergar a Eros o a Thanatos, ser un instrumento de liberación o de sometimiento. 

Por esta razón te equivocarías, lectora, lector, al pensar que Echeverría y Almendros son tecnófobos, al contrario, ellos se declaran dominófobos. Alertando contra las servidumbres voluntarias que empujan a teclear la conexión de forma automática, nos incitan a rebelarnos y reclamar nuestra ciudadanía, a luchar por la tecnología como bien público y arrebatarlo a las manos privadas, a comprometernos políticamente a fin de recuperar la dimensión del ser, que es la dimensión del deseo y que se realiza en el decir y en el intercambio con los otros, en las lenguas efectivamente habladas y vivas, es decir, siempre permeables a sentidos nuevos.  En palabras del poeta:  Un golpe de dados jamás abolirá el azar. 

Este libro constituye un verdadero ejemplo de gai savoir, esencial para fortalecer los canales de participación entre uno y otro lado del charco, en la aventura intelectual que supone confeccionar las necesarias cartas de navegación en las procelosas aguas (y las nubes) del lenguaje, a fin de proteger nuestro mayor bien común, nuestra existencia real en la palabra, en los actos y en las experiencias personales y colectivas, en las que la autenticidad aún conserva su valor y tienta las voluntades hacia la colaboración en la gran obra humana.

Vilma Coccoz.

NOTA: Los vídeos del ciclo titulado Crisis de la contemporaneidad (primera y segunda edición) coordinado por Vilma Coccoz y Javier Echeverría en el centro cultural Koldo Mitxelena de Donostia se encuentran en el canal de youtube Koldo Mitxelena HLHI (@kmhlhi).


[1] Alusión al juego de cartas.

[2] En esa oportunidad Jacques-Alain Miller y Eric Laurent anunciaron la ampliación del Campo Freudiano fundado en 1980 por el propio Lacan en Caracas.

[3] J. Echeverría, Prólogo a la segunda edición a Filosofía para princesas. Alianza editorial, Madrid. 2019. P.14

[4] J. Echeverría, Carta-dedicatoria del traductor. Ibidem. P.48

[5] Un concepto debido a Echeverría que permite distinguir nuestra existencia como seres físicos en el primero y como ciudadanos en el segundo. Lo característico del tercer entorno es estar estructurado en base a redes, no a territorios, pero necesita, para funcionar, de energías básicas: la eléctrica y la económica en forma de inversiones en infraestructuras y dispositivos. (p. 93)

[6] Por Gilles Deleuze, citado por Echeverría.

[7] Descartes barajó la hipótesis del genio maligno como garantía para su proclama, es considerado por Lacan el mayor pase de esgrima realizado en el pensamiento.

[8] “La novedad estriba en la aparición simultánea de una nueva mercancía, el telesegundo o teletiempo, que sólo tiene valor económico en tanto es consumido por una gran masa de espectadores (…) el ocio se convierte en actividad productiva por medio del telemercado (…) La masa anónima de telecurrantes produce materia prima a través del consumo de su tiempo de ocio que pasa a ser propiedad de las tele-empresas. Se trata de tiempo no físico, sino social.”  J. Echeverría, Telépolis. Destino. Barcelona. 1994. Págs. 74 /78.

[9] Debemos a Lacan esta concepción del barroco.  Seminario XX Aún, Paidós. Buenos Aires. 1981. p.127-141