Publicado en el apartado Destellos de la XIII Conversación Clínica Bilbao.
Diagnósticos a medida[1]
En la trabajosa y lenta elaboración del saber psicoanalítico que hoy nos permite el uso de este sintagma, la distinción del diagnóstico se fue imponiendo en la investigación que tuvo, como punto de partida, el síntoma. Freud destaca la importancia que revistió este preciso inicio del psicoanálisis, no solo, afirma, para su desarrollo, sino también para la acogida que le fue dispensada.
El impacto que generó la hipnosis en el joven neurólogo vienés, no solo en su calidad de tratamiento terapéutico sino en tanto posibilidad de la conquista de un saber nuevo sobre los síntomas, fue decisivo para un comienzo semejante. Al verificar la conexión de estos fenómenos con la vida de quienes los padecían, con su historia, con su entorno familiar y cultural, se allanó el camino -animado por un singular deseo de saber- hacia la indagación respecto a la ecuación etiológica en la que se sustenta el síntoma. Llegando a demostrar la participación de la dimensión inconsciente y de la libido en la formación de este peculiar dominio extranjero interior, cuya importancia se deriva de su incidencia en la vida del sufriente.
Así Freud dirá que la enfermedad, desde la perspectiva del psicoanálisis, es un concepto altamente práctico, habida cuenta de que insume un gran caudal de energía que podría orientarse a otros fines y es lo que justifica su intento de resolución en la experiencia analítica. En palabras de Lacan, los sujetos “se dan demasiado trabajo” para sostenerse en la existencia y esa es la única razón de nuestra intervención.
Es posible ordenar una serie de escansiones en el recorrido freudiano que tiene como punto de partida el síntoma y deriva en la importancia del diagnóstico. En esta ocasión tomaremos una primera gran diferencia que hoy podemos calificar de estructural, entre las neurosis de transferencia y las neurosis narcisistas, elaborada durante sus Conferencias de Introducción al psicoanálisis[2], dictadas entre 1915 y 1917, mientras la Gran Guerra asolaba Europa. Freud se refiere a ella en distintos pasajes, no nos oculta el cataclismo cultural y personal que se está atravesando, pero se mantiene alerta ante los fenómenos que le encaminarán hacia la formulación de la pulsión de muerte.
Durante este tiempo de pasaje se elaboran las consecuencias clínicas de lo que Lacan considera el segundo gran descubrimiento freudiano, esto es, el narcisismo. En esta ocasión hace una revisión de lo que orientaba sus primeras distinciones diagnósticas: primero, la diferencia entre neurosis actuales o de angustia y psiconeurosis, las primeras se caracterizan por “no tener sentido” dirá. En cambio, la especificidad de las segundas concierne, precisamente a su sentido, esto es, se halla enlazado a la vida psíquica del enfermo y puede ordenarse en torno a tres preguntas: su procedencia: ¿de dónde?, su fin (¿a dónde?) u objeto (¿para qué?). Estas preguntas permiten deducir lo que Lacan denomina distintas posiciones subjetivas del ser.
El síntoma surge entonces como una solución, una respuesta, afirma Freud, ante una necesidad real –Ananké-, “el carácter esencial de la vida”[3], y aunque podamos discernir síntomas típicos como aquellos que nos sirven de guía para fijar un diagnóstico, son los rasgos individuales los que hacen posible una interpretación histórica del caso, esto es, su singularidad. Su sentido en cada sujeto es diferente, concluye.
Entre los diversos factores que intervienen en la formación del síntoma Freud privilegia el económico, detectable en lo que nombra viscosidad de la libido y permite discernir una diferencia en la disposición del sujeto, en cuanto a la incidencia de la fijación decisiva, su “punto débil” y condición de dicha formación.
Las neurosis de transferencia se vinculan a una disposición del sujeto en la cual la relación de objeto se mantiene, esto es, la vinculación libidinal al Otro que posibilita el hecho de -en términos lacanianos- habitar un discurso, esto es, la inclusión en un modo de lazo social.
En cambio, las neurosis narcisistas se presentan como “mucho más graves desde el punto de vista práctico”, en la medida en que, a pesar de su incontestable semejanza con las otras en apariencia[4], su naturaleza se revela radicalmente diferente, un muro se levanta y nos cierra el paso, la resistencia resulta invencible, afirma. Alude, sin duda, a una imposibilidad vinculada al tipo de “técnica” -esencialmente interpretativa-, que Freud considera circunstancial, apostando por futuros hallazgos, habida cuenta de los descubrimientos que el psicoanálisis ha logrado en este campo respecto de la Psiquiatría. La melancolía y las neurosis traumáticas se presentan como un terreno prometedor a la acción analítica desde este punto de vista del goce, es decir, “desde la teoría de la libido, sobre el análisis de las perturbaciones y destrozos del yo”.[5]
Freud anticipa los avances que actualmente podemos considerar adquiridos gracias a la enseñanza de Lacan, quien permitió acceder a un tratamiento posible de las psicosis, una vez localizada la causa simbólica cuyos efectos en el narcisismo (en lo real y en lo imaginario) definió como “regresión tópica al estadio del espejo”, orientando a los analistas a funcionar como secretarios del alienado.
Más tarde, con la elaboración del discurso analítico y la clínica borromea, el fin práctico es el de colaborar con la solución sinthomática, una nueva configuración de los tres registros en los que se distribuye nuestra experiencia subjetiva, un funcionamiento inédito que atenúa la toxicidad biológica de un arreglo precario que, en muchos casos, deja al sujeto fuera del discurso, del lazo social.
En el Seminario Aún Lacan precisa: hay solo dos discursos sobre el goce: el religioso y el analítico, lo demás, dice, son teorías. Ello implica que habitar la dit-mension[6] del discurso supone alojar allí el cuerpo. El primero habla del reino de Dios, de la casa del Señor, del cuerpo sacrificado de su hijo que invita la identificación de los creyentes… El segundo invita a alojar el cuerpo hablante en el discurso analítico aportando el beneficio, para el parlêtre, de “saber orientarse en la estructura.”
El anfitrión, el analista, soporta la transferencia, si es preciso hace el par[7]: no funciona como agente sino como siervo del discurso que comparte con la comunidad analítica, de ahí la exigencia máxima de su labor. Su modo de operar depende de su juicio más íntimo[8], aquél que le permite orientarse, discernir detalles, signos singulares y establecer un diagnóstico a medida, destinado, no a responder a universales, sino a colaborar en la afirmación del yo (Je) en tanto Uno entre otros, clave del nuevo modo de habitar la palabra que ofrece el psicoanálisis.
[1] Este sintagma, que debemos a Jacques-Alain Miller, es el nombre del último volumen colectivo Études cliniques lacaniennes en el que se recogen cinco casos presentados y discutidos durante el coloquio Uforca que tuvo lugar el 15 de junio de 2024.
[2] S.Freud, Lecciones Introductorias al psicoanálisis. En OC: Tomo III. Biblioteca Nueva. Madrid 1973.
[3] Lacan precisa que esta necesidad, Ananké, solo comienza con el ser hablante, es, por tanto, lógica, un hecho de discurso. Seminario 19 …o peor. Paidós. Buenos Aires. 2012. P. 48
[4] El subrayado es nuestro.
[5] S.Freud, Introducción al psicoanálisis, Se hace referencia al Ich o Je en francés, es decir, el sujeto de una enunciación singular.
[6] Dit-mension: neologismo de Lacan que juega con la homofonía: mansión o casa de los dichos
[7] J.Lacan, Prólogo a la edición inglesa del Seminario XI
[8] Cfr. Jacques-Alain Miller, La firma del síntoma. El psicoanálisis Nº 44
Vilma Coccoz.