Prólogo al segundo cuadernillo de la Diplomatura en Inclusión Escolar de la UNTREF

La aparición de este segundo cuadernillo de la Diplomatura en Inclusión Escolar que dirige Laura Kiel en la UNTREF merece una celebración especial, por diferentes y fundadas razones. En primer lugar, debido a su estilo: un abanico de textos nos impacta por la forma en que transmiten sus propuestas, sus dudas, sus hallazgos, con un riguroso cuidado por la escritura en nuestra lengua y logrando imprimir, a la vez, un carácter fresco, vivaz y sin remilgos a sus muy precisas contribuciones.  

Judith Miller[1] estaría orgullosa de constatar este efecto de transmisión en este colectivo dedicado al trabajo de inclusión con los más pequeños. Sus autores testimonian, cada uno a su manera, que el deseo explícito de Freud, el de interesar a los maestros y profesores en las enseñanzas que aporta el descubrimiento del inconsciente a la “psicología del colegial” se contagia, se desplaza y se renueva en cada uno, y ello en la medida en que la subjetividad del docente participa del Zeigeist, del “espíritu de la época” en el que se forjan nuestros pensamientos, inevitablemente enlazados en nuestros tiempos a los efectos de la pandemia y de la llamada revolución digital.

En cada uno de los autores hallamos los signos de una enunciación singular, la que resulta de una “modificación interior”, efecto de haberse sumergido en las aguas del discurso analítico hasta encontrar las vías para orientar su personal búsqueda y de donde extraer el saber precioso que se tiñe entonces con los colores del propio deseo.

Julieta Brenna describe los efectos inmediatos del confinamiento en los docentes y en los alumnos, la incertidumbre y la inquietud ocasionadas por la desaparición de las referencias que organizan la vida cotidiana, al tiempo que una “impresionante batería de recursos didácticos digitales disponibles [acechaba] a los docentes.” Con mucho acierto destaca las desigualdades sociales que se vieron acentuadas por la carencia de medios de conexión.  

La nueva topología vinculante de la casa y la escuela, entre lo público y lo privado, se revela así dependiente de los gadgets, y convoca la pregunta que despliega Fabiana Demarco, por “los modos en que se podrán construir los lazos en los ámbitos escolares en el siglo XXI” una vez constatado el “agotamiento de los modos tradicionales” por la influencia de la tecnología. Pero, advierte con razón, el acento otorgado a la conexión puede favorecer un descuido de la desconexión, de la soledad que amenaza en la adhesión a las pantallas hasta llegar a poner en peligro incluso la adquisición del lenguaje en los pequeños. ¿Cómo “hacer escuela”? ¿cómo favorecer la construcción del espacio social “separados juntos”? sin desdeñar los beneficios que pueden aportar las tecnologías, pero advertidos de los peligros que entraña su uso irreflexivo.

Estas cuestiones merecen nuestra reflexión en vistas a promover “la formación de grupos que resulten inclusivos” afirma Natalia Martínez Liss, a sabiendas de que la labor civilizadora de la escuela, tejida entre “la exigencia cultural y el consentimiento subjetivo” choca con el límite a la identificación común, debiendo ser admitido el “modito de cada uno”, muchas veces, causa de incomodidad, pero un potencial creador si es recibido de la manera adecuada. Es decir, sin prejuicios y abiertos a la sorpresa, colocando en suspenso los sentidos trillados de interpretación de tal o cual conducta con el propósito de acoger la diferencia.

El análisis recae con fuerza sobre la posición del docente, al suscitar la pregunta por el lugar y el modo en que se incluye en las aulas, como lo subraya Gabriela Malcervelli, dado que no es “para nada evidente ni el resultado de un automatismo” que garantizara la instauración de una relación que se pretende dual, inter-personal. Es preciso contemplar el modo de in-corporación de cada maestro, es decir, de la manera singular desde donde se dirige a los alumnos, portando un discurso que le trasciende y cuya estructura fue elucidada por Lacan, al distinguir la distribución de cuatro lugares, donde se toma en consideración la incidencia del “factor personal interno al vínculo educativo”, este elemento “representa lo imposible de absorber por la educación y, por lo tanto, hace de su límite.”

Flavia Canale ahonda en esta perspectiva “estructural de la imposibilidad” en la medida en que, al ser tenida en cuenta, alivia la acción del docente, sometido si no a los embates de la impotencia, debiendo confrontarse a la exigencia de “un desempeño sin falencias”, una dañina expectativa que, entre otras, la comunidad autista denuncia en tanto ideología “capacitista” que los excluye. En buena lógica, acaba excluyendo al sujeto, sea el alumno, el docente, los directivos, en pos de una burocratización autoritaria bajo la inspección del Ojo absoluto (Wacjman).

Tanto más importante resulta entonces lograr sustraerse a tal paranoización, y llegar a borrarse entonces del lugar del agente, pudiendo “situarse entre bastidores”, como nos propone Agustina Bascialla. Acusar recibo del mensaje del sujeto supone saber colocarse al costado, en los bordes, “donde no se ve”, sin vociferar, para conseguir enviar un signo de reconocimiento, el de “buen entendedor que dirige un saludo”, invitando a incluirse de forma discreta al alumno que no puede sumarse a la ronda del conjunto.

Esa posibilidad de moverse sin ocupar plazas rígidas, nos lo indica Rebeca Silberman, se vincula al hecho de alojarse auténticamente en un lazo social, y supone tomar en cuenta que “encarnar los lugares disponibles no va de suyo, no es automática ni se realiza por designación” y, por esta razón, un lugar simbólico se distingue de un rol, que responde a un guión o a un programa establecido. El “territorio de lo colectivo” en cambio, se instituye gracias a un deseo encarnado en una función docente, respetuoso de hacer un lugar a las diversas maneras de enlazarse al vínculo educativo, afrontando con inventiva los impasses a fin de evitar la exclusión.

“Hace falta tiempo… para hacerse al ser” decía Lacan respecto a la experiencia analítica, y Daniela Danelink nos participa de su lectura del tiempo lógico como un medio “para evitar los apuros”, concediéndose el paréntesis que toma en cuenta la presencia de los semejantes y, a la vez, ofrece una pausa para elaborar una respuesta propia en una acción que no puede sostenerse de forma unilateral. De lo contrario, “cuando las urgencias se acumulan corremos el riesgo de olvidar que eso a lo que nos aferramos [proclamando nuestro ser, por ejemplo “soy maestro/a”] no nos pertenece, sino que depende de la situación y de la posición que ocupamos en ella.”

En esa pausa necesaria se decide la ética de nuestra acción, como lo demuestra Rodrigo Viñas, cuando expone los peligros que conlleva la precipitación al diagnóstico, el empuje a ubicar en una casilla lo que se nos presenta como imposible de soportar, que causa angustia por no ajustarse a una significación previa y precipita a acciones sin la suficiente deliberación. Si tenemos clara nuestra responsabilidad en la acogida de cada alumno, podremos resistir entonces a “los embates resultadistas” a partir de una posición de “cautela atenta y activa.”

Felicito a estos maestros que no confían a la técnica el desempeño de su maravillosa labor, asumiendo el riesgo de no delegarlo y confieren de este modo a su eminente función la dignidad que merece en nuestro mundo, enlazando con la cadena de las generaciones en la que la chispa del deseo hizo, hace y hará de la escuela, en palabras de Freud, no un destino inexorable sino un juego de vida.

Vilma Coccoz.


[1] Judith Miller, hija de Jacques Lacan, presidió la Fundación del Campo Freudiano desde su fundación hasta el final de sus días.