Vivian Gornick y su feroz apego

Por mucho que procurase diferenciarme de ella, parecía que siempre acababa como mamá, echada en el sofá con la mirada perdida. Y nunca con tanta intensidad como cuando descubrí que acostarme con Joe había sido como acostarme con mi padre, no porque fuese mayor que yo y que estuviera casado, sino porque era un hombre cuya visión del mundo hacía inevitable la ecuación hombre-marido-padre, mujer-esposa-niña. [1]


Bajo el título de Apegos feroces han visto la luz las memorias de esta feminista radical, de familia judía venida de Rusia, cuya infancia transcurrió en el Bronx centradas en el apego a su madre, venida de Rusia, la menor de dieciocho hermanos que emigraron a EEUU para trabajar en la industria textil.

El estrago es descrito con detalle, forjado en un mutuo asedio de humillaciones, que captura a la protagonista en una relación tan agresiva como fascinante…

El hogar de su infancia estaba ubicado en un edificio habitado por proletarios que se decían comunistas. “Aquí ninguna de las mujeres trabaja -había dicho el padre a su esposa- los chicos te necesitan, mejor cuida de ellos (Vivian y su hermano) y de la casa.” La madre consintió. Cuando su marido murió ella se hundió en un amargo lamento por la pérdida de su gran amor. Antes, ella colmaba frente a las otras mujeres la representación de la felicidad conyugal. El padre, muy prendado de su mujer era, según la hija, una presencia muy agradable pero poco activa, escasamente efectiva en la relación familiar. “Empezó a ser real cuando murió.”

La atención de la pequeña se repartía entre dos mujeres: la que lloraba un matrimonio idealizado y aseveraba que una mujer sin un hombre a su lado no es nada y Nettie, la vecina seductora de hombres; despreocupada de su hijo concentraba su interés en el cuidado de su semblante femenino: manera de andar, sus vestidos… empeñada en infundirle a Vivian la suficiente sabiduría femenina para conseguir un buen marido aún pensando que “los hombres son un asco.”

En el curso del relato se verifica la oscilación de Vivian entre la identificación con una y con la otra, unidas por su secreto descubrimiento: testigo de una pelea entre ambas, dedujo que su padre había caído en las redes de la seductora. Nuestra “feminista feroz” (así la califican en una entrevista) menciona, aunque sin otorgarle la importancia que adquiere en la construcción de su posición como ser sexuado que, mientras yacía en la cama con quien fue su marido, pensaba en esta mujer, barruntando que Nettie le diría: “¡Vaya, con todo lo que te enseñé y mira dónde estás!” En el momento de la relación sexual, el fantasma de la otra mujer invadía su mente y le significaba ese acto como insuficiente. El desprecio por el susodicho llegó a ser nítido, ella cuenta con toda crudeza la saña con que señalaba la impotencia del marido para hacerla feliz.

Tiempo después encontraba ¡la pareja ideal! Surgió una pasión desenfrenada con el único inconveniente de que se trataba de un hombre casado. Un intelectual, un seductor… llegó incluso a ser admitido por la madre, quien también disfrutaba con la intriga amorosa de su hija, la famosa periodista y activista feminista. Toda la familia participaba de la serie por entregas de ese pasional vínculo intelectual y sexual que duró 6 años. Ese hombre -admite – le hizo pensar que quizás el matrimonio no era una mala idea después de todo.

Después de haber pensado en ello confiesa haberse despertado asqueada de un sueño llegando a la siguiente conclusión: el amor es una función de la vida emocional y es pasiva. El trabajo es una función de la vida expresiva y activa. Según esta “composición” a través del trabajo ella se defendía de la irrupción del amor y era capaz de mantenerse en esa relación cómodamente, hasta el día que él la engañó.  No nos oculta que “estaba escrito” que llegaría a ser engañada, como vino a ratificar la cínica respuesta de su partenaire: “siempre le toca a alguien.”  Entonces ella reaccionó como había hecho su madre: deprimida, se tumba en el sofá, la mirada perdida.  Hasta el momento en que descubrió que acostarse con él había sido como acostarse con su padre (¡!) Para alguien que niega a Freud no es poca cosa admitir esa idea.  Aunque su denegación se precisa: no porque fuese mayor y estuviese casado, sino porque era un hombre cuya visión del mundo hacía inevitable la ecuación: hombre/marido/ padre; mujer/esposa/niña.

Nos permitimos objetar que su rechazo a la elección de objeto heterosexual esposa/niña/mujer no tendría por qué vincularse a la condición de un hombre casado.  Su justificación está destinada a intentar borrar el impacto de las huellas inconscientes vinculadas a la trama erótica del trío que imaginó entre sus padres y la vecina. Y la influencia de dicha construcción edípica en la eterna pugna con la madre, verdadera representante de dicha ecuación.

Al final, después de años de espera de un reconocimiento por parte de su madre que nunca llegó se aclara el misterio del feroz apego: ella ansiaba un signo de reconocimiento por parte de la madre. Exhibiendo sus logros, en la ofrenda servil a la desdeñosa, perpetuaba una esperanza tan gozosa como inútil. El momento de la verdad se precipita hacia la conversación final cuando su madre, claramente debilitada por los años, le confiesa que si sucediera hoy, que su marido le pidiera dejar de trabajar, lo mandaría a paseo.

Al final se dan vuelta las cartas, ¡después de 40 años de mantener esa relación de apego feroz! Un análisis le hubiera ahorrado tiempo.


[1] Vivian Gornick, Apegos feroces, Sexto piso, p. 181