Figuras actuales de la femineidad

Un testimonio privilegiado

Si Freud confiaba a los poetas la capacidad de traducir la subjetividad de su tiempo, seguiré su ejemplo ilustrando la llamada crisis de la adolescencia con el diario de una escritora, Silvia Plath, quien nos ha legado en páginas notables, un relato detallado del mar de contradicciones y profundas pasiones que tuvo que atravesar un espíritu lúcido y valiente como el suyo en esa época de la vida.

Si no pensara sería mucho más feliz, si no tuviera órganos sexuales, no me encontraría todo el tiempo en el límite mismo de la exaltación nerviosa y las lágrimas. […] Esta noche me siento fea. He perdido por completo la fe en mi capacidad de atraer varones, y ésa es, en la hembra, una enfermedad bastante patética […] ¿Qué es lo que hace que una persona atraiga a otras? El año pasado tenía a varios chicos que me buscaban por distintas razones.  Estaba segura de mi atractivo, segura de mi magnetismo, y mi yo quedaba saciado. Ahora, después de tres citas a ciegas (…). Me pregunto cómo me pude creer deseable en algún momento. […] Soy en parte varón, y me fijo en los pechos y muslos de las mujeres utilizando criterios de un hombre que elige una amante…, pero eso tiene que ver con el arte y con la actitud analítica ante el cuerpo femenino…¿destruirá el matrimonio mi energía creativa y aniquilará mi deseo de expresión escrita y pictórica, que aumenta con la intensidad de las emociones insatisfechas…o podré (si me caso) lograr una expresión más completa tanto en el arte como en la creación de mis hijos?[…] Mi terrible tragedia es haber nacido mujer[…] Mi mayor problema, que nace del amor egoísta que básicamente siento por mí misma, son los celos. Tengo celos de los hombres, una envidia peligrosa y sutil que puede corromper, imagino, cualquier relación. Es una envidia de llevar un papel activo y llevar la voz cantante, en lugar de otro puramente pasivo[…] Puedo fingir que me olvido de mi envidia: da lo mismo, porque sigue ahí, insidiosa, maligna, latente.

Silvia Plath tiene agallas, enfrenta la dualidad propia de la mujer, las dificultades para resolver su identidad sexual.  No quiere renunciar a su arte ( ¡y con mucha razón!) ni a la pareja y los hijos, y aunque percibe el peligro de la zona en la que se mueven sus cavilaciones acerca de su proyecto vital, no se ahorra un ápice de las soluciones posibles y sus consecuencias. Así llegará a decir que una alternativa podría ser consagrarse a una Causa (Creo que es ésa la razón de que haya tantos clubes y organizaciones de mujeres. Tienen que conseguir de algún modo sentirse emancipadas e importantes.[…] Nunca echaré en falta las pequeñas ambiciones de mi engreído yo, contentándome, en cambio, con servir las ambiciones de mi compañero, o de una sociedad o una Causa. No puedo aceptar ninguna de estas soluciones. ¿Por qué no se me permite probar diferentes vidas, como vestidos, para ver cuál me sienta mejor y es más favorecedora? Plath sabe que la sexualidad no es del orden de la necesidad, como lo es el celo de los animales, sino una problemática compleja y ardua, no se resuelve de un plumazo. La raza humana es víctima del sexo, sentencia.

Pubertad y adolescencia

¿Qué nos enseña el psicoanálisis respecto a los atolladeros que describe Plath?  En primer lugar, es preciso dejar claro que la adolescencia no es un concepto psicoanalítico. Este data de comienzos del siglo XX y fue promovido para distinguir la infancia de la edad adulta, se trata de un concepto sociológico que ha incorporado la psicología. Se habla de crisis de la adolescencia en sentido global y psicológico. Por eso con el término crisis se recubren fenómenos de diversa índole, que hacen difícil el diagnóstico entre un desencadenamiento psicótico, la desconexión propia de psicosis no desencadenadas y los síntomas de desestabilización neurótica.

En cambio, el término pubertad sí pertenece al discurso analítico. Lo encontramos en los Tres Ensayos para una teoría sexual de Freud, texto de 1905  en el que postula dos tiempos de la sexualidad en el parlêtre[1], en el hablanteser, poniendo en evidencia que el lenguaje viene a parasitar las necesidades naturales. Afligido por el lenguaje, el sujeto se presenta afectado por el sexo. Freud afirma que el hallazgo de objeto propio de la pubertad es en realidad un reencuentro, determinado por la memoria inconsciente, por las huellas de la experiencia de la infancia. Por eso la pubertad es un momento muy delicado para situar la estructura del sujeto. Los fenómenos de perplejidad, de rechazo, de incertidumbre, de empuje a goce erráticos, demuestran que el púber se topa con un impasse estructural. 

En esta época se reactualizan algunas elecciones inconscientes y otras, decididas muy pronto, manifiestan sus consecuencias en estos años. El sujeto se ve confrontado a una serie compleja de elecciones: por un lado, la elección de objeto, que será homosexual o heterosexual.  Por otro, se consolida la condición de amor que será narcisista o anaclítica (o de apoyo).  En la tensión entre ambas se manifiestan las variantes de la degradación de la vida erótica. Pero, lo más importante, en dicha tensión se conmueven las identificaciones logradas y, a la vez, se vivencia un poderoso llamado hacia otras con el fin de resolver las acuciantes preguntas planteadas a la subjetividad. Este nudo de elecciones e identificaciones concierne a la experiencia de la sexuación, término inventado por Lacan para nombrar la lógica de la asunción del sexo en el ser hablante. Se distingue de sexualización en el sentido descripto por Freud cuando exploraba el modo en que el neurótico sexualiza la realidad y por este motivo padece de inhibiciones y síntomas. La cura psicoanalítica, concebida como un proceso de desexualización, devuelve al neurótico la capacidad de operar en la realidad. En cambio, el término sexuación no tiene su opositor dialéctico, no puede ser recusado una vez elegido.

Los tiempos lógicos de la sexuación se asientan en la diferencia existente entre la sexualidad anatómica (tan importante de determinar en el momento del nacimiento) y la psíquica.  Tenemos conocimiento de casos de hermafroditismo y de la angustia que produce en su entorno la imposibilidad de mantener la indeterminación del sexo anatómico, habitualmente resuelta por el médico.  En estos casos no se le dice a los padres: bien, dejémoslo en suspenso hasta que él pueda elegir; es preciso inscribir al recién nacido como niño o niña.  Pero esa inscripción no se corresponde con un equivalente psíquico. 

Por otra parte, debemos contemplar la incidencia del discurso del Otro, la invitación que el Otro promueve a la identificación con uno u otro sexo y que, en el caso de los padres, no se produce sin la implicación de su narcisismo y sus fantasmas. Aunque también el Otro social, el Otro de la época ofrece representaciones, semblantes, ideales, figuras del discurso, vestidos como decía Plath, imágenes correlacionadas al espejo hablante con el que se pretende regular el narcisismo.  A veces, el sujeto se atormenta con la pregunta ¿cómo me verán los demás?  traducida en un conocido cuento  espejito, espejito, ¿quién es la más bella?  Así las imágenes simbólicas, producidas por la cultura tienen un efecto en las identificaciones.  Estos llamados a la identificación con uno u otro sexo explican por qué hablamos de identificaciones y no de identidad: porque las identificaciones son relativas al Otro, “creerse” hombre o mujer no resuelve la dificultad porque es en la prueba del deseo donde se juega la partida.  Tampoco el acto sexual es suficiente para extraer una certeza respecto a la identidad sexual.

Y por último, debemos tener en consideración la elección subjetiva de la posición sexuada, la asunción inconsciente y la satisfacción pulsional que conlleva un modo de habitar el mundo, es decir, el darse una conducta sexual regulada por la posición en el discurso.

El despertar de la primavera no convoca un problema de la ilustración sexual sino una problemática existencial que concierne a las coordenadas del deseo y los modos de satisfacción, de goce, a partir del encuentro con lo real de la sexualidad.  El fin de la edad de los posibles es efecto del encuentro con un imposible que obliga al sujeto a rehacer sus elecciones de objeto y, por lo tanto, al consentimiento de una identificación sexuada.  Lacan asimila el despertar de la primavera a una irrupción que desestabiliza el anudamiento del cuerpo real y la imagen narcisista en la medida en que obliga a una definición sexual en la imagen o el semblante sexual. 

Se trata de un verdadero traumatismo, troumatisme[2]: no es posible escribir la ley psicoanalítica de la atracción de los seres humanos como se escribe la ley de Newton.  El significante manifiesta desfallecimientos electivos en el momento donde se trata para el sujeto de decirse hombre o mujer. Ciertamente existen relaciones entre hombres y mujeres pero no leyes universales, deducidas de la experiencia, que permitirían predecir con certeza lo que advendrá para el sujeto en esta coyuntura.  En el lugar de este vacío de leyes y reglas del “modo de empleo” en relación al partenaire sexual, cada uno inventa una especie de bricolage que funciona más o menos bien, pero del que no se puede inferir una ley universal. El saber científico sobre la biología sexual no nos enseña nada sobre la vida sexual del ser hablante, nada sobre la homosexualidad, las perversiones, las elecciones amorosas.  El amor no puede concebirse fuera del registro del lenguaje, de los relatos, los mitos, las fábulas, la declaración, las palabras de amor.

Lo real de la diferencia sexual que se impone al púber no se reduce a un cambio hormonal sino que concierne al órgano de goce, un órgano marcado por el discurso que reúne todas las significaciones de la potencia, el falo. Existen dos sexos  y un solo símbolo para ordenar el goce sexual. Se puede tener el órgano pero no el falo. Por el hecho de estar presos en las significación fálica los seres hablantes están tomados en el campo del deseo, y en esta dimensión la posición femenina y masculina difieren. Las mujeres se preguntan cómo ser el falo, el símbolo del deseo. Y los hombres ¿cómo causar el deseo para la mujer, y cómo garantizar el uso del órgano?

Esta irrupción se agudiza con el enunciado ya eres una mujer ante la primera regla del que difícilmente no exista la queja, al menos en las mujeres en análisis, de la insuficiencia con que la madre pudo proferirlo.  Es una queja constante hacia la madre como aquélla que hubiera podido y debido decir más.  Es precisamente lo que llevó a Freud a replantear el Edipo femenino a partir de la constatación clínica de la incidencia crucial de la relación de la hija con la madre, y cuya exploración condujo a Lacan a la afirmación de que la mujer espera recibir más subsistencia de la madre que del padre. Y por ello la relación madre-hija puede dar lugar a distintas formas de estrago materno. La subsistencia esperada de la madre tiene un carácter ontológico, dado que la mujer resiente una carencia de ser. Se trata de un drama esencial, que reúne las dificultades propias a la declaración del ser, no a la función sexual. Por este motivo el déficit imputado a la madre es en realidad una falla de estructura, una falta en el saber sobre qué hacer con el Otro sexo.  El sujeto organiza una versión posible para él o para ella, no existe la receta hecha, se inventa una solución particular que es su síntoma. Alexander Stevens propone situar a la adolescencia como la resolución sintomática de la pubertad. Del modo en que la joven, por oposición o separación de sus padres,  consiga alojar su ser libidinal como mujer en los semblantes que se le ofrecen, dependerá el mayor o menor éxito en la conclusión de esta difícil travesía.  En ella se juegan las más íntimas razones.

Observaciones sobre el malestar en la cultura

Actualmente verificamos los efectos de los profundos cambios sociales originados en el avance del discurso de la ciencia, de los imperativos del consumo y de una nueva época del discurso jurídico que debe dar cabida a  la era de las reivindicaciones. La juventud se ha revelado, a partir de los años sesenta, como una población autónoma, que se rige por capacidades que no provienen de la tradición y la experiencia de sus padres. Este refugio en clanes segrega sus propias normas y circuitos de consumo. A todos estos condicionamientos que tienen una influencia directa sobre la subjetividad, debemos adjuntar lo que Lacan denominó el declive de función paterna y de los ideales de virilidad.  La cuestión de la sexualidad femenina tiene consecuencias directas sobre el modo en que situamos la función del padre, que se separa de su función idealizada para poner en relevancia la manera en que, en cuanto hombre, se las arregla con una mujer como causa de su deseo.

Los semblantes sexuales reciben los efectos de estas convulsiones sociales: la polisintomatología de la adolescencia comporta dos factores: las razones de estructura que el psicoanálisis ha permitido elucidar y las condiciones de la época.  En la pubertad se organiza el goce en relación al sexo, el sujeto dispone de un programa, del saber edípico que es una ficción fabricada sobre la relación parental a partir del enigma del sexo, pero ese saber deja en la oscuridad la relación sexual.  Enfrentado a lo real del encuentro sexual ese saber se muestra insuficiente, se advierte la incidencia cada vez más acusada de las carencias de la función paterna.  Los padres-postizos, según la expresión de Catherine Lazarus-Matet, que se muestran totalmente incapaces o aquellos que convierten en confidentes de sus hijas han pasado a convertirse en una constante clínica.

En esta articulación de una crisis vital, lógica, ineludible y la crisis social y cultural que estamos atravesando, las jóvenes manifiestan distintas respuestas, algunas regresivas, que implican la pulsión oral a partir de lo que Freud denominó desintricación pulsional de las pulsiones de vida y muerte: el alimento se revela cubierto de una significación mortífera que corre parejo al rechazo de la sexuación.  La anorexia, bulimia y las toxicomanías son enfermedades de la libido y en éstos la importancia de los trastornos referidos a la imagen sexuada es una hecho clínico muy contrastado.

Por otra parte, se han generalizado las respuestas por el acto, en las modalidades de pasajes al acto y acting-outs.  Así vemos jovencitas iniciar pronto una actividad sexual desenfrenada (que a veces incluye el cómputo de sus conquistas), entregándose a ensayos, a veces patéticos, de identificación con la pantomima masculina. La caída en desgracia del valor de la virginidad ha dado lugar a su opuesto, el considerase a sí misma inferior por carecer de experiencias. La frecuencia de los embarazos no deseados indica que estas actuaciones se llevan a cabo en una total ignorancia de sus consecuencias subjetivas.

Representaciones de la mujer

Si bien no son totalmente representativas, las revistas para chicas nos informan de dónde se sitúa la problemática fundamental y las soluciones standards que ofrecen para resolverla. Estas se regulan por las figuras de la feminidad que funcionan en el discurso.

En su libro Las hijas de Lilith, Erika Bornay traza un recorrido de la femme fatale a partir del personaje apócrifo de Lilith, olvidada y sustituida por Eva pero no  menos importante en cuanto a los diferentes rostros que en la historia de la civilización occidental ha segregado el enigma femenino.  Que se ha teñido de un carácter más o menos inquietante, más o menos diabólico, engañoso a la vez que cautivador y atrayente. Dado que no es posible responder a la pregunta ¿qué quiere la mujer?, se la difama,  se la dice mujer difamándola, según el equívoco lacaniano: on la dit femme. Con este sintagma Lacan muestra que el lugar de la mujer es definido por los decires y por eso la difamación, la misogninia, ha sido y sigue siendo una constante ante el carácter misterioso e inasible de lo femenino.  

La posición femenina implica una dualidad,  una parte la mujer participa de la norma-macho, normâle, del universo de discurso regido por el falo que se presenta en una discordancia íntima con la dimensión de alteridad, el querer Otra cosa.  En esta lucha interior se debate Silvia Plath, entre su realización como esposa y madre y otra zona de su subjetividad opaca, silenciosa pero no menos pulsional que, en su caso, como en el de otras escritoras como Margarite Duras, encuentra una resolución en el campo de la creación. Ambas lograron describir esta zona fuera del discurso como riesgo de locura.

Bornay describe un trazado de las distintas figuraciones literarias y plásticas que ha producido la cultura en una fecunda interdependencia y que se ve  interrumpido abruptamente con el auge de la imagen, primero cinematográfica y, más tarde, publicitaria. Hasta entonces, los rostros de la femineidad eran fundamentalmente determinados por el lugar social de la mujer y la literatura. Puede reconstruirse una galería de retratos de mujeres en relación a los avatares amorosos, Anna Karenina, Madame Bovary, la Regenta…: el amor como fatalidad empuja a la mujer a buscar algo más allá de los bienes y del confort familiar y social.  Esta  reiteración de las desgracias femeninas del amor condujo a los psicoanalistas a preguntarse si no habría un masoquismo netamente femenino.  Y es que el amor tiene una importancia en la mujer que puede llevarle a todo tipo de concesiones y sacrificios porque de la palabra de amor espera recibir una consistencia de su ser que le escapa. La película Rompiendo las olas de Lars Von Triers ilustra la pendiente mortífera a que puede abocarse una mujer en esta búsqueda. La demanda de amor puede tomar la forma de imperiosa exigencia de consentimiento a todas las renuncias. 

En el polo opuesto a la desgracias femeninas, Lacan recupera el valor de las contribuciones de las propias mujeres a la producción de semblantes y del discurso amoroso, como el movimiento de Las Preciosas y, en otro sentido, pero igualmente vinculado al amor, la importancia de las místicas. El no esconde su simpatía por las damas, amigas de lo real y más respetuosas de los semblantes.  Por otra parte, otorga una repercusión social no desdeñable al deseo femenino en esta época de fragmentación social. Las servidoras de Eros trabajan para el amor, la pareja, la familia.  

Figuras femeninas

La denominada civilización de la imagen promueve modelos que capturan el interés de las adolescentes pero que difícilmente se coordinan con producciones de discurso o creaciones poéticas. Es un hecho que los discursos sobre el amor, los grandes romances, el cultivo del cortejo amoroso y la poesía amorosa están en vías de extinción.  Los modelos sólo proponen un ideal imitativo, convocan las identificaciones imaginarias, en muchos casos favoreciendo una confrontación igualitaria con los chicos y con otras chicas.  El contenido de las revistas para jóvenes privilegia la problemática sexual, suministra técnicas sexológicas, anima a procurarse satisfacciones al punto de proponer la masturbación como un ejercicio de amor propio!  El mensaje es claro: tienes derecho al gozar, igual que los chicos, no te dejes abrumar por los éxitos sexuales de tus amigas, tú no eres menos, atrévete. Ya no se habla de amor sino de sintonía o conexión sentimental, adjuntando un recetario de fórmulas para hacer más llevadera la relación entre los sexos que destilan una puerilidad alarmante o es, sencillamente obscena. 

El rostro de la mujer que se configura en estas publicaciones, aderezado con múltiples ofertas publicitarias, da consistencia a ideales del tipo top model, actrices y cantantes de éxito que, dando forma a imperativos de belleza, identifican el ser con el cuerpo.  En EEUU, país amante de las estadísticas, un noventa por ciento de las mujeres admite no estar a gusto con su cuerpo. Ya comienzan a oírse voces de alarma ante la creciente demanda de operaciones estéticas en chicas cada vez más pequeñas. Para estas militantes del narcisismo, no es banal que se hable de culto al cuerpo, transformado en un nuevo totem (según lo ha precisado Eric Laurent) que es preciso adorar y que no es menos ávido de sacrificios que los llamados primitivos.

La homogenización, la estandarización de modelos de comportamiento deja en la estacada a todas aquéllas que, reducidas a su impotencia para alcanzar esta supuesta resolución del ser de la mujer sólo por el lado de la imagen bella, caen en fuertes depresiones y en producciones sintomáticas en las que los embrollos del cuerpo aparecen en primer plano.  Esta operación de marketing se apoya en modelos narcisistas, no en semblantes.  En ella se borra la diferencia entre los sexos porque los semblantes operan en el lazo social. Al funcionar por fuera del discurso producen una confusión lacerante que se traduce en conductas erráticas y en un número creciente de suicidios.

Otro modelo imaginario cuya ilustración nos suministra el personaje de Lara Croft, nacido de un videojuego y llevado al cine propone un tipo de mujer de armas tomar.  Este prototipo de ficción responde seguramente a cierto modo de estar en el mundo de las llamadas chicas combativas o guerreras.  Lara, cuyo ideal justiciero se asienta en una identificación al padre,  rechaza los signos de la femineidad.  El drama histérico descubierto por Freud que arraiga en la dificultades de resolución del Edipo por la identificación al padre muerto, es ahorrado en este caso por las victorias en el manejo de armas y de la lucha cuerpo a cuerpo con la connivencia de su ayudante, un experto en ordenadores. El muchacho, al verla por vez primera vestida de mujer le alcanza nuevamente las armas, como si de ese modo le resultara menos peligrosa.

Pero seguramente uno de los rostros más consistentes de la modernidad es el de la mujer sola, no sólo por el ideal de emancipación y autonomía que representan sino por la realidad creciente de familias monoparentales derivadas del número de divorcios y de las dificultades para encontrar pareja. Las hay que dicen estar muy contentas y no necesitar un hombre para nada.  Las hay más tristes y a la búsqueda.  Un libro muy divertido de Doris Dorrie escrito en los años noventa se inicia precisamente con el siguiente comentario: Es más fácil que una catástrofe nuclear acontezca que una mujer de más de treinta años encuentre un hombre que la quiera. Pero las hay divorciadas y condenadas a ser sólo madres, agobiadas por la responsabilidad de la educación de sus hijos y por ser el único sostén económico familiar en muchos casos.

Evidentemente es una de las figuras de las soledades contemporáneas que no afectan sólo a las mujeres sino que también a los hombres, cada vez más desconcertados respecto a la manera de abordar la relación al Otro sexo.

Pero este abanico sería incompleto si no se incluyera el de la mujer maltratada, único rostro que se acompaña de la diferencia sexual pero en términos de maltratador y objeto de malos tratos, es decir, como una figura donde el paso al acto violento produce la ruptura del lazo entre el hombre y la mujer.  La película Te doy mis ojos de Itziar Bollain muestra la realidad desde un punto de vista más verdadero.  Vemos ambos personajes atrapados en una relación infernal, cada uno esclavo de su fantasma edípico, él sometido al padre y al hermano, ella, prisionera de la relación con la madre, la hermana y un padre muerto que no ha logrado transmitir a su hija aquello por lo que un padre merece respeto según Lacan: ubicar a una mujer como causa de su deseo.  El tratamiento psicológico de tipo conductista al que el personaje masculino se somete no consigue detener la brutalidad mayor del último pasaje al acto ante el movimiento que su esposa intenta llevar adelante para resolver la dualidad esencialmente femenina.  Su interés por el arte despierta con los cuadros que plasman las representaciones míticas del encuentro entre los sexos.  A través de  esta vía sublimatoria ella intenta dar un cauce nuevo a su posición y es, precisamente, este cambio lo que le enloquece a él.  El desenlace es revelador, ella decide alejarse porque dice, hace tiempo que no puede verse, que no sabe quién es.  Muchos casos de maltrato responden a esta lógica pero otros eluden la psicosis de él o de ella o de los dos y esta carencia de diagnóstico estructural tiene consecuencias funestas. Al contrario que su interpretación sociológica que sólo ofrece la identificación al ser maltratado, el psicoanálisis encuentra en este fenómeno inquietante que inunda los medios de comunicación, un modo extremo de la maldición (equívoco francés entre maldecir y mal-dire, decir mal) que pesa sobre el ser hablante en tanto no puede eludir su ser sexuado pero a la vez padece la imposibilidad para escribir la ley de atracción entre los sexos. 

El psicoanálisis y la época

Si toda la tradición metafísica occidental culmina con la sentencia heiddegueriana del ser para la muerte, el psicoanálisis aporta algo esencial a esta exploración del alma constatando las dificultades del ser-para-el-sexo. La histórica querella de los sexos, la división angustiosa de las féminas entre su ser madre y ser mujer se han visto agudizadas en esta época. Y muy especialmente en los países donde la conquista de los derechos cívicos de la mujer así como su acceso a todas las instancias de trabajo es innegable. El desamparo contemporáneo derivado de los imperativos de consumo que no dejan de ofrecer  soluciones a la crisis de identidad por el lado de los bienes o por la imagen ocasiona un repliegue narcisista, individualista le llaman, autista diremos, no hacen sino potenciar la inquietud.

Por todo ello no es de extrañar que la crisis de los jóvenes produzca una multiplicidad de síntomas y adicciones.  En esta crisis de Eros, la pulsión de muerte presenta variados disfraces,  desde la violencia pura y dura (son cada vez más frecuentes las peleas entre los chicos y chicas o entre las mismas chicas) a la de los gestos y las palabras. Patentes, por ejemplo, en la agresividad que rezuman programas de televisión de enorme audiencia en los que no se escatiman los insultos, las injurias, el impudor, la impudicia, la degradación.  Se forma un circuito paroxístico donde los espectadores pueden participar con mensajes, también insultantes e injuriosos, lo que seguramente no deja de tener efectos en los decires, como se puede comprobar a poco de detenerse a escuchar un grupo de jovencitos.

Los atolladeros de la subjetividad contemporánea no hacen sino resaltar el hecho de que el sujeto no es sin el Otro, el ser hablante y sexuado hecha raíces gracias al lazo social, al discurso. Podemos decir que las jovencitas en análisis dan testimonio de las distintas rupturas del discurso que padecen y de los beneficios que ofrece un dispositivo simbólico para tratar lo real que les habita y conmueve.

Tanto imperio de la mismidad borra la diferencia y anula la dimensión de la alteridad propia de la mujer.  A falta del lugar adecuado, otorgado por el discurso, la condición femenina sólo se presenta de forma irruptiva y errática.  La deseable conversación entre los sexos requiere del respeto por los semblantes y de la aceptación de que, precisamente porque la donna e movile, cuando no está atenazada por el combate con la madre o con el hombre, manifiesta su capacidad creadora.  Y con ella, si seguimos a Lacan, consigue volver el amor más digno.


[1] Término inventado por Lacan en los años 70.

[2] Término que juega con el equívoco francés entre trou (agujero) y traumatismo.

Autora: Vilma Coccoz.

Texto publicado en los volúmenes colectivos Les adolescències en el traspàs de la Modernitat, de la Generalitat de Catalunya (2004), y Elecciones del sexo. De la norma a la invención, en Gredos Barcelona (2015).