Elogio del enigma

¿Quién no sabe, a estas alturas, que la historia del psicoanálisis estará para siempre enlazada al héroe trágico, Edipo, quien cumpliría su fatal destino al conseguir desentrañar el enigma de la Esfinge?

Figura extraña, la esfinge, con cuerpo de león y tronco y cabeza femeninos…que atormentaba cada día a los tebanos con su enigmática cuestión: “¿cuál es el ser que anda ora con dos, ora con tres, ora con cuatro patas y que, contrariamente a la ley general, es más débil cuanto más patas tiene?”[1]  Y, como pasaban los días sin respuesta, la Esfinge imponía su mortífero castigo a la ciudad desolada….Hasta que llegó Edipo y dio con la clave: es el hombre, dijo.  Como premio a su bravura la ciudad de Tebas le proclamó rey concediéndole como esposa a la reina Yocasta, su madre sin saberlo, viuda del rey Layo, muerto en una encrucijada, a manos de Edipo, hijo suyo, sin saberlo. Una buena ilustración del inconsciente, de un saber que no sabemos. 

Freud encontró en la tragedia de Sófocles la matriz de los enrevesados caminos que atravesaban los neuróticos en la experiencia de la infancia hasta acceder al deseo, que es la esencia misma del hombre, según Spinoza. Y ¿qué le condujo hasta allí? La búsqueda de una solución al enigma que representaban los síntomas histéricos, males del cuerpo sin una causalidad orgánica.

En la emoción que provoca la tragedia griega Freud encontró su clave universal: en la forma de una ficción, el genio de Sófocles había  conseguido una versión épica a la humanización del deseo.  El descubrió en la Otra Escena –así llamó al inconsciente-, el texto del drama individual en el que se tejen los hilos del deseo, hasta conseguir expresarse en una forma extraña, ignorada, desconocida.

No pocos sinsabores trajo consigo este audaz planteamiento freudiano de que, en el inconsciente, todos somos pequeños Edipos, y que padecemos de deseos incestuosos a los que debemos renunciar para integrarnos en la marcha del mundo, en la sociedad y en la cultura.

Sin embargo, poco a poco esta misma sociedad, que primero se escandalizó con su descubrimiento, conseguiría su degradación hasta convertir lo trágico en un guiñol. No hay más que escuchar la tele o la radio, las alusiones cómicas a tener un complejo de Edipo no faltan….

El doctor Jacques Lacan dedicó largos años de su rigurosa enseñanza a un verdadero ajuste de cuentas con la versión freudiana, edípica, del deseo en el psicoanálisis. En primer lugar, transformó el famoso complejo en una metáfora, una operación simbólica, por la cual, el deseo incógnito de la madre -entendido como el primer enigma que es preciso afrontar en la vida, recibe como respuesta la función del padre, como representante de la ley. Gracias a esta fórmula el deseo y la ley se anudan y se obtiene una orientación vital que favorece las identificaciones y las elecciones, a falta de la cual se está perdido, errático.

Esta disección del Edipo permitió a Lacan, en segundo lugar, formular un veredicto saludable: no todos los seres humanos atraviesan un trayecto parecido a Edipo. La clínica psicoanalítica comprueba que no opera en todos los seres humanos, hay otras formas para orientarse en la existencia. 

Y no sólo eso, el complejo de Edipo no constituye la última palabra acerca del deseo y el goce porque no explican su causa, sólo su sentido. La deducción de la estructura lógica que sustentaba la versión neurótica del deseo es, en realidad, una consecuencia de nuestra condición de seres hablantes, que nos lleva a fabricar ficciones para sostenernos en esta misma realidad.

Este es “el gran problema de la vida”: no es la adaptación ni las normas sino el goce, que Freud llamó libido, o mejor, de la falla del goce y de los malestares que conlleva.

Con fina ironía Lacan resucita el enigma, le quita el polvo hasta volverlo muy interesante. Edipo había resuelto el enigma de la Esfinge con la respuesta “es el hombre” Pero, pregunta Lacan:“¿quién sabe qué es el hombre?”[2] Mayor ironía que esta respuesta haya correspondido a Edipo, “el de los pies hinchados”. Una dificultad para andar que comparte con su linaje.[3] Finalmente acaba recurriendo a su hija Antígona como bastón. Por si esto fuera poco, la cosa acaba muy mal, una desgracia dos veces mayor que la anterior se cierne sobre la ciudad de Tebas: “…no ya diezmando a su pueblo de quienes se exponen a la pregunta de la esfinge, sino golpeándolo en la forma ambigua de la peste y que la esfinge tiene a su cargo en la temática de la Antigüedad.”[4]

De esta forma Lacan toma el ejemplo del desgraciado Edipo con el fin de ilustrarnos respecto a los resultados nefastos que puede tener como consecuencia la pretensión de erigirse en amo de la verdad, aspirando a borrar de un plumazo la problemática definición del hombre.

Aquél que intente eliminar el enigma que cada ser humano no sólo representa, sino que tiene su legítimo derecho a pretenderlo, está condenado a la ceguera y, aún peor, condena a la humanidad a la peste, a la desaparición. Porque el deseo de cada hombre es en sí mismo un enigma.  En la protección de este carácter opaco del ser radica la posibilidad de que cada uno, uno por uno, consiga encontrar la respuesta que le convenga a su particularidad, compartiendo, eso sí, con los otros, la condición y el problema, pero exceptuándose, distinguiéndose, en la forma de formularlo y resolverlo.

En la solución que cada uno inventa, que en psicoanálisis llamamos síntoma, radica la singularidad de cada ser, su estilo personal.

La experiencia analítica ofrece un espacio de elucidación de esta zona oscura por la vía de la lógica del inconsciente y la estructura pero toma en cuenta lo imposible de decir, de formular, de escribir: es el límite del sentido, de lo que se puede interpretar.

Freud fue el primero en valorar que en el carácter enigmático de ciertos símbolos radica la potencialidad creadora  de la subjetividad. El esclarecimiento del inconsciente, del cual formuló sus leyes y dinámica, no redujo un ápice el valor de las preguntas esenciales que no admiten una respuesta universal. Freud llamó a este agujero de lo simbólico “ombligo del sueño” por el cual el inconsciente “conecta con lo desconocido”, con lo real.  Este puede tomar la forma de la pregunta ¿qué quiere la mujer?, o ¿qué es un padre? Estos dos grandes enigmas de la subjetividad adquieren una formulación particular en la vida de cada quien, en su historia. De ahí que la verdad en psicoanálisis siempre es particular, en lo relativo al deseo no se puede formular una verdad universal, válida para todo el mundo al estilo de 2+2= 4.

Eso quiere decir…

En la enseñanza de Lacan, la dimensión del enigma tiene un lugar muy destacado. En la elaboración de la estructura y en la propia definición de la operación del analista. Vinculado fundamentalmente al valor estructurante, formador del deseo del Otro, se convierte en el elemento esencial que, en el campo del Otro, suscita la angustia: “la angustia es la sensación del deseo del Otro.”[5] Pero esta angustia tiene un aspecto positivo porque crea una distancia saludable para  el sujeto: lo despierta, lo pone en marcha, favoreciendo la producción de una respuesta subjetiva en la que se articula el propio deseo del intérprete.

En su texto De la sorpresa al enigma[6] Miller expone aquello que lo caracteriza: el enigma cuestiona la relación entre el significante y el significado haciendo aparecer una distancia, un vacío. “Algo es reconocido como significante (…) Que eso quiere decir es evidente. Pero lo que eso quiere decir no puede ser enunciado, queda velado, falta.”  De ello se desprende la distinción, en el campo de la significación, entre quod –se sabe que hay significado-y quid – se sabe lo que significa. El enigma es un quod sin quid.[7]

Como decíamos anteriormente, Freud, confrontado al enigma de los síntomas, pero convencido de que algo querían decir, descubrió que respondían a las significaciones inconscientes del complejo de Edipo.  En este complejo se traman distintas significaciones, entre las que destacan las de carácter narcisista. El “diccionario mental” del neurótico le conduce, sin que el sujeto lo sepa, a interpretar todos los enigmas con la clave edípica.

Muy temprano y con la lucidez que le caracterizaba, Freud advertía de los peligros que comporta este código: “A través de mi pensamiento circula una incesante corriente de ‘autorreferencia’ de la cual no tengo noticia alguna generalmente, pero que se manifiesta –por ejemplo- en los olvidos (…) Parece como si hubiera algo que me obligase a comparar con mi propia persona todo lo que sobre personas ajenas oigo y como si mis complejos personales fueran puestos en movimiento al percatarse de la existencia de los otros. Esto (…) debe constituir una muestra de la manera que todos tenemos de comprender lo que nos es ajeno.”[8]

Es la razón por la cual Lacan advertía a los analistas acerca de los peligros de la comprensión, actualmente promovida como “empatía.” Gracias a su enseñanza fue posible ir más alá del Edipo.

La labor del psicoanalista responde a las exigencias de una formación de cuyo rigor depende la conquista de la diferencia absoluta.[9]


[1] Pierre Grimal: Diccionario de Mitología griega y romana. Paidós. Barcelona. 1994. P 147

[2] J.Lacan. Seminario XVII: El reverso del psicoanálisis. Paidós.Buenos Aires. 1992. P.128

[3] según explica Lacan citando a Levi-Strauss.

[4] Ibid., p.128

[5] J.Lacan, Seminario X: La angustia.

[6] J.A.Miller y otros, Los inclasificables de la clínica psicoanalítica. Paidós.Buenos Aires. 1999. P.21

[7] Miller explica que Quod permite nombrar lo que suscita la pregunta ¿qué significa?: eso quiere decir algo, no sé qué…. Quid, es el quid de la cuestión, es su significación. Entre ambos –entre quod y quid– se establece una relación de temporalidad. El cine y la literatura fantásticos explotan el primer tiempo, que mantiene en suspenso el vacío.

[8] S.Freud, Psicopatología de la vida cotidiana. RBA.Barcelona 2005. Tomo II. P.

[9] J.Lacan, Seminario XI, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis .Paidós. Buenos Aires. 1989. P. 284