La inserción social del psicoanálisis

La sesión analítica.

Así denominamos, desde Freud, al singular encuentro entre analizante y analista, cuya frecuencia y duración ha variado entre su época y la nuestra pero que, esencialmente, responde a la “situación analítica”. La sesión, entendida como fenómeno, como algo que ocurre en la vida, en presencia real de dos cuerpos[1], se estructura en base a los principios éticos del psicoanálisis. Aunque habitualmente inserto en lo cotidiano, este encuentro responde a una lógica de cuya especificidad el discurso analítico no deja de ser un comentario continuo, una constante reflexión acerca de sus obstáculos y logros.

El espacio de la consulta favorece el carácter íntimo y privado de lo que allí acontece, a la vez que libera de ciertas convenciones sociales, como se desprende de la formulación misma de la asociación libre: “diga todo lo que se le pase por la cabeza, aunque lo considere inapropiado, contradictorio, vergonzoso…” Esta libertad no constituye, como algunos han llegado a creer, una invitación a la impudicia sino que tiende a propiciar una cierta disposición a la palabra, favorable al surgimiento de los pensamientos inconscientes en los que se espera encontrar la solución del malestar. El inconsciente, decía Lacan, se ejerce en el sentido de un discurso bien astuto y por ello, una disposición tal a la palabra como la que hace posible la regla de la libre asociación, al no estar bajo el yugo vigilante de la censura, consigue contrarrestar la normal tendencia al desconocimiento, a la denegación, a los distintos modos de rechazo y anulación que caracterizan el discurso yoico[2].

El analizante es invitado a descifrar su posición inconsciente a partir de lo que dice porque ¿cómo va a saber lo que dice si no sabe ni siquiera que habla?[3].  Es, pues, invitado a aprender a escucharse, a poner en suspenso sus certidumbres, a tomar una distancia respecto de sus dichos, a la vez que elabora un saber sobre su malestar, una causa para sus síntomas, sus angustias e inhibiciones. La libertad de la asociación dejará aparecer entonces las verdaderas coacciones y servidumbres inconscientes, la compulsión a repetir siempre lo mismo, que es uno de los nombres freudianos de la pulsión de muerte.  Así, en el análisis exploramos la incidencia del inconsciente en el ser hablante, al que Lacan definió como “la suma de los efectos de la palabra en el sujeto”. El ejercicio de la palabra en la asociación libre se trama, sin embargo, en una tensión dialéctica con la responsabilidad por lo que allí se enuncia, porque otro aspecto importante de la regla es que no vale desdecirse.  La palabra adquiere de esta manera el valor de un acto de enunciación particular.

Por su parte, el analista orienta sus intervenciones y su maniobra tomando en consideración los tropiezos, las inercias, lo rechazado en el discurso del analizante, lo real cuya definición lacaniana es lo que vuelve siempre al mismo lugar, imantando las asociaciones. Teniendo en cuenta el lugar desde el cual son enunciadas, lugar que les otorga la transferencia, estas intervenciones van más allá de la conversación hasta alcanzar la dimensión del acto, propia de la interpretación, como aquello que va a permitir operar un cambio de discurso, una rectificación subjetiva.

Para conseguir este propósito, el valor de la palabra en este peculiar acto social que es la sesión analítica es escuchado en una dimensión que va mucho más allá de la información, de la comunicación, del diálogo. Precisamente por ello, el psicoanálisis ha contribuido al esclarecimiento de muchos resortes de las formaciones gregarias[4].

Jacques-Alain Miller ha comentado el axioma de Lacan “el inconsciente es la política”.  La política procede por identificación, manipula los significantes amos buscando capturar por esa vía al sujeto. Este no demanda otra cosa, estando, en tanto inconsciente, falto de identidad […] es la función del Otro en el discurso del amo.[5]

La dimensión simbólica en la que se ejerce la palabra analítica propicia es el envés de este discurso, propiciando una “declaración del ser”, cuya matriz se teje en la experiencia de la infancia, que no es el pasado sino lo que de él permanece constante, aunque ignorado.  Ese ser es el resultado de una amalgama de identificaciones contradictorias y, por lo tanto, requiere tiempo para encontrar una resolución. El tiempo que dura un análisis es el que  hace falta para hacerse ser, como decía Lacan. ¿Cómo responde cada quien a la poderosa ananké, a la ley de la estructura? Es decir, a las dificultades propias de nuestra condición de hablantes y sexuados para alcanzar una existencia digna, un deseo efectivo.  Como no existe una fórmula universal, cada uno enfrenta la incapacidad de las palabras para arreglar el problema del sexo e inventa una solución particular a dicha cuestión existencial que tomará la forma de síntoma.

El síntoma es social

La experiencia del análisis se asienta en el hecho social por excelencia, dado que hablar, es, ante todo, hablar a otros. En este caso, hablar de la solución a la que antes aludíamos cuando ésta se muestra inoperante, fallida generando sufrimiento y malestar.  El síntoma es el resultado, el producto, la formación de compromiso entre dos dimensiones heterogéneas, una, simbólica, humana, demasiado humana[6], en la que la palabra se muestra como alteridad, lo que el Otro dijo, lo que silenció, la forma en que el sujeto incorporó o rechazó atributos, prohibiciones, seducciones y sentencias.  Y otra dimensión, real, no simbólica, constituida por las pulsiones egoístas, crueles, asociales, que constituyen la parte inhumana en lo humano, rebelde a la palabra, a la educación.  El síntoma se forma como una defensa ante lo que Freud denominaba el “peligro interior”, ante el displacer que producen las pulsiones cuando representan una amenaza para el mantenimiento de la subjetividad, regida por el principio del placer. ¿Cómo conseguir que el conflicto psíquico entre ambas dimensiones se disuelva y que el sujeto no emplee todas sus energías en un combate inútil contra sus  pulsiones?

El psicoanálisis es un modo original de tratar la parte “inhumana” del síntoma, las pulsiones, que trabajan en silencio, a partir de su parte “humana”, la palabra, el llamado, la demanda, no con el fin de eliminarlas sino con el propósito de conseguir un artificio simbólico que les confiera otro destino en la acción, en la praxis, en el discurso.  El beneficio secundario del síntoma, su ventaja, es precisamente, su dimensión social, siendo uno de los axiomas del psicoanálisis: No hay sujeto sin Otro, y su equivalente, no hay síntoma sin Otro.  Lo que también quiere decir que todo síntoma es social.

La estructura del síntoma, un mixto de palabra y pulsiones silenciosas, de palabras y satisfacción, de palabras y libido, así como el tratamiento social de su solución se revela de manera tanto más pura en el síntoma autista, cuando fracasa completamente su dimensión social.  El rechazo radical de respuesta del autista a  la demanda del Otro demuestra que las palabras pueden hacer mucho mal (es la razón por la que se tapan los oídos).  El sujeto repite así el rechazo del Otro, la ausencia de invitación a la palabra en el momento de su llegada al mundo, a la vez que manifiesta una imposibilidad de separarse de ese no primordial.  Por eso su tratamiento consiste en invitarlo a decir sí a la palabra, a encontrar una satisfacción regulada por lo simbólico que le permita iluminar la oscuridad en la que se refugia con estereotipias y rituales, sin Otro, abandonado a la soledad de la pulsión de muerte, sumergido en lo real, sin un lugar simbólico en el que hacer valer su subjetividad.

El psicoanálisis como lazo social

Definido por Lacan como uno de los modos lógicos de lazo social, el psicoanálisis, además de un método terapéutico, es un método de interpretación de la cultura.  Gracias a ello estudiamos los cambios sintomáticos que se constatan en la clínica como efecto de los cambios que acontecen en la civilización.  Los entendemos como avatares de la condición propia de los seres hablantes, de sus determinaciones simbólicas y reales, así como singulares modos de respuesta que elaboran las subjetividades en el afán de conservar su singularidad.  En la época que vivimos, en un mundo cada vez más homogéneo, sometido a ciegos imperativos superyoicos de consumo y eficiencia, resulta fundamental estar atentos a tales fenómenos. Por ejemplo, estar advertidos ante la tendencia actual de cierta pedagogía que funciona como una simple y llana la domesticación.  Hemos podido comprobar su lado más terrible y cruel en experimentos mediáticos como la Supernany, inspirada en una psicología embrutecida y sádica, con sus llamados “entrenamientos en habilidades sociales”.

Freud llegó a demostrar que no existe un instinto gregario sino que todas las formaciones colectivas dependen del establecimiento de lazos de identificación y libidinales. De lo que se desprende la pregunta ¿Qué hace posible la humanización, la separación benéfica del Otro real, la socialización? ¿Bajo qué condiciones puede desplazarse el interés libidinal desde  su cuerpo y sus primeros objetos hasta lograr a ser atraído por otros en una experiencia de discurso? Porque, como bien lo constató Freud, no hay nada más difícil que renunciar a una satisfacción conseguida.  ¿Cómo se sustituye una satisfacción por otra? ¿Cómo se sale del goce de lo íntimo y se alcanza  social? ¿Cómo se abandona el autismo de un goce para encontrar una satisfacción colectiva? 

No sólo el psicoanálisis, también desde otras disciplinas se ha reflexionado sobre este complicado asunto, que por otra partes se ha vuelto acuciante actualmente.  En su libro La condición humana Hanna Arendt aporta una interesante distinción de tres actividades en lo que denomina vita activa: en primer lugar, la labor, las actividades vinculadas a las necesidades vitales que funcionan como requerimientos del cuerpo.  En segundo lugar, el trabajo, que abarca lo que no es natural de todas las actividades del hombre, y  que, a diferencia de la labor, no se relaciona con el ciclo biológico.  El trabajo proporciona un “artificial” mundo de cosas.  En tercer lugar, la acción, “la única actividad que se da entre los hombres sin la mediación de cosas o materia, corresponde a la condición humana de la pluralidad […] es la condición de toda vida política.  Arendt sigue en este punto a Aristóteles, para decir que en la acción política confluyen y se distinguen la praxis y el discurso, como el ámbito “en el que nadie es igual a cualquier otro que haya vivido, viva o vivirá” En esta esfera puede surgir lo nuevo, lo que escapa a las estadísticas y probabilides. “El hecho de que el hombre sea capaz de acción significa que cabe esperar de él lo inesperado…”). 

Arendt distingue muy precisamente acción y conducta.  Realiza un lúcido diagnóstico del conductismo y anticipa un pronóstico muy acertado: “las hazañas cada vez tendrán menos oportunidad de remontar la marea del comportamiento y los acontecimientos perderán cada vez más su significado, es decir, su capacidad para iluminar el tiempo histórico.  La uniformidad  estadística no es en modo alguno un ideal científico inofensivo, sino el ya no secreto ideal político de una sociedad que,  sumergida por entero en la rutina del vivir cotidiano, se halla en paz con la perspectiva científica inherente a su propia existencia”.  El temible ideal que pregonan los baluartes de esta falsa ciencia, promueve la conducta uniforme, determinada estadísticamente, previsible y, por lo tanto, a-subjetiva.

A diferencia de la labor o el trabajo, la auténtica acción discursiva se caracteriza por tener  consecuencias imprevisibles sobre otros y por ello convoca la responsabilidad.  Para esta autora lo público es diferente de lo social, lo primero no garantiza lo segundo. Verdad ésta que hoy alcanza dimensiones paroxísticas, cuando lo público se opone claramente a lo social al estar contaminado enteramente por lo mediático.  Notamos cómo se erosiona, se socava el lazo social hasta convertirse en una avalancha de insultos, en un ataque sistemático a los semblantes.  Paralelamente, se potencia un nihilismo cínico, un narcisismo debilizante.  Como anticipaba Arendt este movimiento no valora la excelencia, el ejemplo, lo extraordinario. La notoriedad se consigue con el paso de lo íntimo a lo público pero en su aspecto más sórdido, más impúdico, más degradante e irresponsable. Así se horada el lazo social, se le destituye de su carácter simbólico y sublimatorio.

Una alarma social: los jóvenes errantes y violentos

Pero no se trata sólo de describir situaciones sino de conseguir deducir la causa que las provoca para elaborar alternativas de actuación, siendo el psicoanálisis una praxis, estamos enteramente concernidos como ciudadanos ante los desafíos actuales.  Nos encontramos ante la urgencia de dar respuesta a las conductas asociales, psicopáticas, a las transgresiones individuales y de grupos en los adolescentes extraviados, abandonados a su suerte.  Cada vez son más numerosos los jóvenes con problemas de violencia, delincuencia, con síntomas graves de adicciones y lesiones al cuerpo en forma de bulimia, anorexia, conductas extremas de agitación o inhibición, la desidia, la falta de interés. 

Debemos conseguir deducir la lógica a la que responden sus conductas de errancia, llámese buylling, fracaso, maltrato.  Debemos extraer la delicada posición subjetiva en que se encuentran para ayudarles a evitar el destino de desecho, de nulidades marginales al que parecen dirigirse sin esperanzas, como simples títeres de la pulsión de muerte.  Su conducta se regla sobre un imaginario mortífero, un imaginario homogéneo en el que la reivindicación es la constante y la exigencia de una satisfacción, perentoria.  Como demuestra Francois Sauvagnat, estos chavales no atacan la ley sino que no aceptan el contrato, la negociación, el intercambio.  Sus reivindicaciones parten del postulado tengo derecho a y de la desconfianza hacia los adultos, que algunos denominan “crisis de la autoridad”.  No existe para ellos la dimensión de la deuda simbólica, los adultos le han fallado, esos adultos que, Lacan lo vaticinó, representan la infancia generalizada, entendiendo por ello, los irresponsables de su goce.  Los adultos les han mentido, no les han ofrecido el amparo fundamental, el sostén humano por excelencia ante el peligro interior, ante las pulsiones que se vuelven entonces contra el viviente en forma de superyo.  Se constata que la extrema severidad de las normas ciegas y anónimas pueden llegar a tener el mismo efecto nefasto que una educación lábil y permisiva.

Con su manera de actuar ellos reclaman que se les otorgue el valor de seres únicos, excepcionales, que les sea concedida su humanidad.  Buscando ese reconocimiento atacan al otro y se atacan a sí mismos, intentan resolver su angustia a través de actuaciones impulsivas y arriesgadas.  Pero, señala Sauvagnat, esa búsqueda constituye una esperanza, porque indica que aún esperan algo.  Lamentablemente, en la mayoría de los casos se confrontan con prácticas abominables que, intentando imponerles una homogeinización con normas tan férreas como segregativas, provocan desgraciados pasajes al acto, fugas o retroalimentaciones de conductas violentas.  

Freud consideraba que aquello que el psicoanálisis nos enseña puede aplicarse con el mismo propósito en la educación, en favor de la subjetividad, de las particularidades.  Par ello es preciso que los educadores sean analizados, civilizados, para que sus respuestas, su trabajo con los menores, se oriente de tal modo de interesarles en habitar la civitas.  Para conseguirlo, la escuela debe proponerse ser un “juego de vida” y por ende, su éxito depende de que esta magna labor no sea entorpecida por “pobres de espíritu”.  A falta de lo cual, Freud pensaba que la modernidad traería consigo masas ingentes de hombres alcohólicos, de mujeres ahogadas por la privación, de niños neuróticos y delincuentes.

Frente a tal realidad Freud concebía la necesidad de proyectos utópicos, posibles en aquéllos estados en los que puedan florecer empresas filantrópicas.  Para lo cual es preciso contemplar la utopía del lado de los hechos, de la posibilidad de transferencia performativa posible.  Es esta la definición actual del término que propone Fernand Cambon rescatando su etimología. U-topie: la “u” es privativa, significa no-lugar.  El acto utópico por excelencia sería inventar algo nuevo, un lugar sin precedentes, lo que hoy día atañe nada menos que al sujeto cuyas posibilidades de existencia se encuentran amenazadas.  La apuesta es, pues, crear las condiciones tópicas de las subjetividades sin brújula, sin norte.

La acción lacaniana en lo social: un remedio para la angustia

La AMP ha sabido coger el testigo freudiano y empeñarse en tales empresas utópicas.  Es un laboratorio internacional de estudio y elaboración de las formaciones colectivas, de las estrategias sociales en las que la presencia del discurso analítico muestra su eficacia antisegregativa, su potencialidad creadora. Los dispositivos ideados por el CIEN, las instituciones que forman parte del RIPA, el trabajo de orientación en servicios sociales, en atención temprana, en casos de maltrato, son una fuente inagotable de enseñanzas de la diversidad de aplicaciones del psicoanálisis a lo social. Los psicoanalistas de todo el mundo aportan sus contribuciones, su trabajo clínico y doctrinal en diferentes instituciones asistenciales y educativos en una red de lenguas e intercambios textuales constantes.

En los últimos años, gracias al impulso inicial de Jacques-Alain Miller, hemos creado los centros de consulta y tratamiento, con lo que hacemos realidad el deseo de Freud, de hacer llegar el análisis a poblaciones más desfavorecidas, entendiendo que no sólo se trata sólo de carencias económicas sino también simbólicas.

La singular experiencia clínica de los CPCT, se rige por una duración limitada de los tratamientos y por su gratuidad.  Tal limitación de la operación analítica en el marco de estos centros de atención exige de nosotros una detección muy precisa y rápida del motivo que ha conducido a alguien, habitualmente en un estado de urgencia subjetiva, a formular su pedido de encontrar un psicoanalista en el marco del CPCT.  Este marco es simbólico y, a la vez, tiene eficacia en lo real.  Es simbólico porque proviene del discurso analítico, del saber producido a partir de las enseñanzas de Freud y Lacan.  Es real porque es una respuesta en acto, en el filo de la angustia, a la emergencia subjetiva.  La angustia empuja a actuar, a hacer algo.  Acudir al CPCT como solución a la angustia puede ser, in extremis, una elección entre actuar malamente o hablar a un analista del CPCT.  Este ofrece la realización de un ciclo en la dimensión de la palabra, aliviando al sujeto de dirigirse, sin saberlo, a lo peor.

El CPCT es un remedio simbólico a la angustia del sujeto que ha sido dejado plantado[7] por el Otro, quedando sin recursos, sin nombre, sin lugar, a menudo después de una experiencia traumática.  También lo es para el sujeto errante, desorientado y a la deriva, avocado al desastre personal, a la ruina afectiva, a decisiones irremediables.

El CPCT es un remedio eficaz en la prevención de los pasajes al acto suicidas o violentos.  Un ciclo en el CPCT puede otorgar, a través de un pasaje por la experiencia del inconsciente, una confianza renovada en la palabra, en el lazo social, en el deseo.

En estos tiempos en el que las terapias abominables[8] y persecutorias, en una siniestra colaboración de psicofármacos y abusos de autoridad terapéutica, producen estragos en los desgraciados y temerosos, sugestionados por los avales “científicos” y mediáticos, el psicoanálisis de orientación lacaniana pone al servicio de los ciudadanos, las estructuras simbólicas que recomponen el tejido humano, el sostén de la subjetividad. 

Desde los CPCT apostamos por devolver la dignidad al sufriente desde el tratamiento ético de su síntoma para que, más allá del dolor de existir, y aún habitando un mundo hostil, avieso y amenazante, algo del goce de la vida pueda serle devuelto, una vez que ha podido ser escuchada su singularidad creadora, surgida de las necesidades más humildes[9], aquellas en la que todos hemos sido formados.

VILMA COCCOZ (Madrid)

Conferencia dictada el día 25 de setiembre de 2006  dentro del espacio coordinado por Amanda Goya: El malestar del siglo XXI

Bibliografía

Sigmund Freud. Obras Completas. Edit Biblioteca Nueva. Madrid 1973

Jacques Lacan. Escritos. Edit Siglo XXI. 1988.

Revista Cités nº 16.  Edit PUF París. 2003

Hanna Arendt: La condición humana. Paidós.  Barcelona.1993

François Sauvagnat: El precio de una errancia.  En L’interrogant nº 5. Barcelona 2004

Terre du Cien. Journal del CIEN. Institut du Champ Freudian.

François Cambon: U-topie. En Trames Nº34-35. París 2004

Viñeta: Tute


[1] Sabemos que existen algunas ofertas de tratamiento “virtual”, pero no responden a los principios éticos de nuestra orientación.

[2] El yo está preñado de delirio. Lacan, Seminario III Las psicosis

[3] Con esta pregunta Lacan llamaba la atención sobre el asombroso y evidente desconocimiento en el que se funda la conciencia.

[4] Cf Psicología de las masas y análisis del yo, de Sigmund Freud.

[5] Lacan et la politique, Entretien a Jacques-Alain Miller. Revista Cités nº 16

[6] Expresión de Nietszche

[7] Expresión de D.P.Schreber

[8] Expresión de Jacques-Alain Miller

[9] Expresión de Jacques Lacan