Freud, siempre herético, siempre ortodoxo

El exergo que encabeza la Tramdeutung -Flectere sine queo superos, Acheronta movebo- ilustra muy bien la definición de herejía propuesta recientemente por Jacques-Alain Miller[1] recuperando su antigua definición: hairesis, elección. Confrontado al enigma de los sueños, optó Freud por considerarlos jeroglíficos, confiando su solución a poderes hasta entonces insospechados por los baluartes del pensamiento racional, cuyos ecos inducían en los soñantes la censura responsable de convertir los pensamientos inconscientes en un texto misterioso o absurdo hasta tornar irreconocible el deseo que podría perturbar el dormir. ¿Qué impulsó a Freud a reconocer en él y luchando en primera persona contra enérgicas resistencias, el producto de la deformación onírica? Sin duda, su coraje moral.[2]

Una vez conquistado un fragmento de la realidad que había permanecido hasta entonces en las tinieblas, lo protegía Freud con la misma fuerza ante posibles desviaciones cuando algunos de sus seguidores, animados por su generosa consideración, se adentraban en modificaciones precipitadas o invenciones riesgosas que ponían en peligro la rotundidad de su descubrimiento. Pasaba entonces Freud a representar la ortodoxia del discurso analítico, labrando y delimitando el suelo común de la elaboración conceptual sin precipitarse nunca en un ciego dogmatismo.

Por este motivo, cuando las innovaciones eran prometedoras y suponían una verdadera conquista de saber en la clínica, no dudaba en incorporarlas y en  asumirse él mismo nuevamente herético, pudiendo llegar a sacudir ciertos cimientos vacilantes del edificio analítico, aunque fuera necesario recurrir a especulaciones o mitos para solventar una nueva construcción.

En una especie de vaivén entre herejía y ortodoxia, entre lo que se manifiesta en ruptura, al modo de un relámpago[3], y el resultado de su asimilación en una argumentación contrastada, Freud fue labrando un discurso nuevo que resiste a cualquier pretensión sistemática y globalizante; el saber analítico es suficientemente sólido para sostener en su nódulo la espesa estructura de una falta que, no por ser efecto del lenguaje y actuar en cada uno de los seres hablantes, tiene el mismo valor para todos.

Freud calificó de “herejía”[4] su hallazgo, que trajo a la luz en el fundamento íntimo de la consciencia moral, la agresión vuelta hacia la propia persona, resultante de la renuncia a la satisfacción de las pulsiones crueles y egoístas, en pos de la vida con los otros.  Una parte de la pulsión de muerte se mantiene “activa en el interior del ser”, debido al consentimiento a alojarse en la dimensión simbólica que en los seres humanos otorga la vida en la palabra y la perpetúa más allá de la muerte natural.[5]

Dicha castración puede llegar a manifestarse como un excesivo y tedioso  tormento con autorreproches y nutrir el sentimiento inconsciente de culpabilidad cuyo carácter exorbitante atrajo rápidamente la atención de Freud. El supo reconocer la inmixión de la sexualidad y de su complejas manifestaciones en los desdichados seres-para-el-sexo[6], parasitados por el endemoniado y oscuro “factor económico” actuante en la subjetividad, para el cual no existe racional mesura pero frente a cuyo poder el psicoanálisis mide su eficacia.

Hasta entonces sólo el discurso religioso había acogido el malestar libidinal manifiesto en los cuerpos de los creyentes hechizándolos con la doctrina del pecado. El surgimiento de la ciencia intentó arrebatar su monopolio a la iglesia, pero sin ningún efecto real sobre la liberación de la culpa, que pesaba, esta vez con argumentos “científicos”, sobre las castigadas espaldas de los sufrientes. Al conceder la palabra a las insumisas histéricas Freud inauguró un deseo destinado al rescate de los seres hablantes de la hipnótica prisión que les agrupa bajo los estandartes del discurso del amo. 

Heréticos en sus filas

Creyendo haber encontrado un promisorio cobijo para la “joven disciplina” en el sanatorio Burghölzli[7] Freud celebró el acercamiento del gentil y talentoso Jung, a quien concedió el honor de su amistad y del intercambio doctrinal. También parecía favorable al movimiento la aproximación de Adler, un líder político nato, atraído por la crítica freudiana a la sociedad y la educación burguesas.

A pesar de la tolerancia a las excentricidades de algunos de sus alumnos y de su aliento constante para explorar el campo recién inaugurado de la práctica, evitando ejercer sobre ellos una autoridad inflexible, se vio obligado a coger el timón de su barco a punto de naufragar en la renuncia a la genuina “piedra de escándalo” de su descubrimiento y expuso públicamente las tendenciosas transformaciones de las teorías propugnadas por ambos. “La crítica fue muy benigna para ambos heréticos y por mi parte, sólo pude alcanzar que tanto Adler como Jung renunciaran a dar a sus teorías el nombre de psicoanálisis.”[8]

Quizás esta experiencia contribuyó en gran medida a la confección de sus escritos técnicos, lamentablemente adoptados como estándares por los post freudianos que cifraron en el mantenimiento religioso de las formas y no en el rigor conceptual y lógico las claves de la ortodoxia;  contraviniendo el designio de Freud, de considerarlas como el resultado de su experiencia personal y por lo tanto, flexibles y variables en la táctica y el estilo de cada analista, con excepción del único precepto irrenunciable del tratamiento, el de abstinencia, en torno al cual se concibe la lógica de su acción y su verdadera ortodoxia; por estar concernida en él la ética del análisis, decisiva en la maniobra de la transferencia, y donde se asientan  los resortes de su poder. No es casual que en su conferencia durante el Congreso de Budapest, avizorando los cambios en el dispositivo clásico ante los desafíos de la clínica, Freud recordara a su audiencia la importancia de este principio: “Rehusamos decididamente a adueñarnos del paciente que se pone en nuestras manos y estructurar su destino, imponerle nuestros ideales y formarle con orgullo creador a nuestra imagen y semejanza.”[9]  Su insistencia en este punto incita a cuidar con celo la independencia del psicoanálisis respecto a “cualquier violencia aún la encubierta con las mejores intenciones.” Como era sin duda el propósito de abreviar la duración del tratamiento, que entusiasmó primero a Ferenczi y, más tarde, a Rank, y a muchos otros imbuidos de furor sanandi.

So muss denn doch die Hexe dran [10]

El vuelco que supuso el descubrimiento del narcisismo impulsó a Freud a ahondar en novedosas tesis respecto al funcionamiento del aparato psíquico. Sirviéndose de la “bruja”, su Metapsicología, vendría a postular las pulsiones como los auténticos traumas, causa del pensamiento y de los actos; el factor “más importante, más rico y a la vez más oscuro” cuya exploración requirió avanzar a tientas, a través de especulaciones y mitos.  Eso sí, teniendo en cuenta que “nadie puede ser imparcial cuando se trata de las últimas causas de los grandes problemas de la ciencia y de la vida.(…) todo individuo es dominado en estas cuestiones por preferencias íntimas, profundamente arraigadas, que influyen, sin que el sujeto se dé cuenta, en la marcha de su reflexión. Dadas tan buenas razones para desconfiar, no queda sino atreverse a mirar con fría benevolencia los resultados de los propios esfuerzos intelectuales.”[11] Esta autocrítica –explica- no le obliga a una especial tolerancia con las opiniones distintas a la propia, debiéndose “rechazar implacablemente aquellas teorías que el análisis de la observación contradice desde un principio, aunque se sepa también que la justeza de la propia teoría no es más que interina.” Seguramente la deriva que tomaron los postulados de Reich provocaron en Freud una tal reacción airada, viniendo éstos a refrendar, a pesar de sus continuados esclarecimientos, la injusta y difundida acusación del psicoanálisis como una ideología pansexualista. Así, la complejidad de la teoría pulsional era degradada a una burda y simple genitalidad, que en la actualidad ocuparía el lugar de las teorías de género binario.

Para Freud la sexualidad distaba mucho de ser una mera práctica corpórea; tampoco los enigmas de la homosexualidad se resolvían con la idea de un alma femenina en un cuerpo masculino y viceversa. La identificación de la virilidad con la actividad y la feminidad con la pasividad, incluso la constatación de una bisexualidad estructural, hasta los singulares avatares del complejo de Edipo resultaron también insuficientes para ceñir lo que acabó nombrando como la “roca viva de la castración”, una vez entreabierta la pantalla que arrojaba las primeras luces en el Dark continent, a sabiendas de que su herejía le granjearía la hostilidad de las feministas, como efectivamente sucedió.

Pero entretanto la persecución de los nazis hacía peligrar no sólo la práctica del análisis sino la vida misma, la suya, en tanto judío. Entonces afrontó la pregunta esencial respecto a las razones de la amenaza implacable sobre su pueblo, pesquisando una vez más en la versión del asesinato primordial que encubre el sentimiento de culpa. Aunque ninguna indagación sobre el padre podría llegar a explicar la imparable maquinaria de destrucción que arrasó Europa. El amo no era el padre sino la encarnación de una ciega voluntad de exterminación de la alteridad.

Los psicoanalistas no somos huérfanos de Freud sino herederos de su discurso, -justamente el reverso del amo-, en cuyo seno cada uno puede encontrar la oportunidad de escribir la herejía en nombre propio así como la ortodoxia del lazo que nos une como conjunto a la Causa Freudiana, en la lucha por mantener vivo el deseo que hace existir el inconsciente.


[1] Jacques-Alain Miller, Seminario de Política Lacaniana. Conferencia de Jacques-Alain Miller en Turín. En Radio Lacan:www.radiolacan.com

[2] “Lo que me permitió descubrir la causa de la deformación onírica fue, según creo,  mi coraje moral…” S. Freud. J.Popper-Lynkeus y la teoría onírica. En O.C. Editorial Biblioteca Nueva. Tomo III. Madrid 1973. P. 2629

[3] J.A.Miller, ob. Cit. Radiolacan

[4] S. Freud. El por qué de la guerra. En O.C. Tomo III. p. 3213

[5] Lacan recupera el sintagma heiddegeriano de ser-para-la muerte. Alocución sobre las psicosis del niño del 22 de Octubre de 1967. En Otros Escritos. Paidós Buenos Aires. 2005. P. 384

[6] J.Lacan, ibídem. P. 385.

[7] Por entonces de fama internacional, oficiaba de clínica psiquiátrica de la Universidad de Zurich.

[8] S. Freud, Autobiografía. En O.C. op. cit. Tomo III. pág. 2787/8

[9] Freud, S., Los caminos de la terapia psicoanalítica, O.C. Biblioteca Nueva tomo III, Madrid, 1973, p. 2459.

[10] “Así al fin hemos de llamar a la bruja en nuestra ayuda”. Fausto, Citado por Freud. En Análisis terminable e interminable. O.C. Tomo III. p. 3345

[11] S.Freud. Más allá del principio del placer. En O.C. Tomo III. P.2539