“Los autistas nunca usamos todas las palabras que necesitamos, y son esas palabras perdidas las que causan todos los problemas.”
Tal es la conclusión de Naoki Higashida, el joven autor de La razón por la que salto[1]. Gracias al método de escritura ideado por su madre y una educadora él consiguió franquear los muros del silencio autista hasta llegar a hacernos partícipes de su experiencia subjetiva en un conmovedor texto escrito cuando tenía sólo trece años. Construido en forma de respuestas a las preguntas más habituales que suscita su comportamiento, Naoki va desgranando los elementos claves de su manera singular de estar en el mundo, habitualmente interpretados de forma errónea y prejuiciosa. Con la esperanza de ser reconocido y respetado; con el propósito de participar en un diálogo sobre su condición a fin de ocupar su lugar en el banquete de la vida.
Su testimonio se organiza en torno a sus dificultades con la palabra y el lenguaje, que Naoki denomina “el misterio de las palabras perdidas.” De ese hecho masivo y contundente se desprenden una serie de consecuencias que van a infiltrarse en los más diversos aspectos de la existencia. El joven no se engaña en su reflexión: “las personas que tienen autismo nacen fuera del régimen de la civilización.” Porque hablar constituye la esencia de la humanidad. Es nuestra naturaleza, la resonancia de la palabra es algo constitucional al ser humano al que llamamos, con Lacan, ser hablante.
Confiesa Naoki que algo le sostuvo en su titánica lucha por abrir las compuertas de su caparazón, a pesar de sentirse muchas veces abatido y derrotado, fue la firme convicción de que para vivir su vida como ser humano no había nada más importante que poder expresarse.
Hay algo específico en la palabra, afirma Lacan, al punto que la palabra invalidez adquiere su verdadero alcance con los sordomudos: “El lenguaje con los dedos no se concibe sin una predisposición a adquirir el significante.”
Pero seguidamente advierte: “hay un abismo entre el aullido inicial (…) y el hecho de que, al final, el ser humano (…) llegue a poder decir algo.”[2] En ese margen entre el aullido y el decir se nos revela la complejidad de nuestra humana condición, sometida a las inapelables leyes del lenguaje, regida por una estructura que nos antecede y frente a la cual, cada uno de nosotros fue confrontado, sin saberlo, a una elección, durante la experiencia de la infancia. Una insondable decisión del ser motiva su rechazo o su asentimiento. Y de ello se deriva la satisfacción del blablá con su cortejo de desgracias y alegrías, o una mortificación añadida al hecho de hablar que compromete la vivencia del cuerpo y sus afectos. Es precisamente en esta encrucijada inconsciente donde se afianza la tesis psicoanalítica de la causalidad psíquica, válida también para el autismo, porque lo consideramos un estado de la subjetividad, un estado de la palabra. Pero en el autista algo se “congela”, dice Lacan.
Naoki nos enseña que en tal estado “congelado” la enunciación personal es problemática, la voz no se anuda al discurso, sale muy fuerte, o muy tenue, no la puede controlar, resultando casi imposible contenerla. Cuando lo consigue hasta llega a causarle un fuerte dolor, como si se estuviera estrangulando él mismo.
Admite Naoki que nunca consigue decir lo que quiere, si bien experimenta los mismos sentimientos que los demás, se reconoce incapaz de expresarlos. También describe la desesperación que padece al estar atrapado, preso en un cuerpo que no experimenta como propio. Sin libertad ni control, resiente la mayor soledad y la mayor dependencia. Apabullado por un torrente de palabras pero incapaz de mantener una conversación, su impotencia le abruma, sufre crisis, se exaspera. Atormentado por sus errores, odiándose a sí mismo al provocar los enfados y la decepción en los demás, confiesa haber llegado a maldecir su nacimiento.
Sin embargo, fruto de su admirable tesón y del feliz hallazgo de un canal propicio a su expresión, este joven fue encontrando el modo de habitar el discurso. Su libro ofrece una serie de valiosas pistas a aquellos que pretendan acompañar a los autistas en su trabajo de salida del estado “congelado” hacia la consolidación de un decir propio. Siempre teniendo en consideración la singularidad irreductible de cada solución, que no puede universalizarse, porque es el producto de la invención de cada uno.
El expone con mucha precisión su peculiar funcionamiento. La marea de palabras en la que se ahoga carece del orden del lenguaje, por esa razón necesita tomar apoyo en aquello que lo reconforta y reasegura. Las letras, los números, al ser inmutables, son sus mejores aliados. “¡Conversar resulta durísimo!”, afirma. De ahí que la repetición de las palabras o de las preguntas que se le formulan, le ayudan a buscar en su caótica memoria, huidiza e indiferente al sentido del tiempo, hasta encontrar un recuerdo que pueda servirle como referencia, un patrón -de todas maneras insuficiente cuando se trata de sentimientos.
A pesar de su tendencia a captar en imágenes el sentido del incesante movimiento exterior, que le aparece “sin filtro”, sin la criba del fantasma, advierte de la condena que puede suponer el uso sin medida de pictogramas y dibujos. “Puede que algunos autistas parezcan más felices con imágenes y diagramas, de dónde se supone que tienen que estar a cada momento, pero, de hecho, eso acaba limitándonos. Nos hace sentir como robots que tienen cada una de sus acciones preprogramadas.”
Cautivo en un cuerpo que vivencia como ajeno, su incesante movimiento no es otra cosa que la expresión de su deseo de escapar, de liberarse. Si alguien me toca, decía Donna Williams, no existo más. Naoki refiere lo aterrador que supone el ser tocado por los demás, puesto que significa que la otra persona adquiere control sobre su cuerpo. La barrera defensiva trabajosamente construida como una burbuja está destinada a evitar el asedio y la intromisión de los otros. El refugio en las estereotipias y los movimientos rítmicos es tan poderoso como el impulso aparentemente insensato de salir corriendo en pos de algo que ha capturado su interés. Saltar, dice, es como sacudirse, sacándose de encima las cuerdas que le atan al cuerpo.
Tomando en consideración esta realidad subjetiva entendemos lo acertado de la pregunta que convoca el próximo Foro sobre autismo de la ELP, ¿son insumisos a la educación?
Naoki responde claramente: “Me desanima mucho ver que la gente no entiende lo hambrientos de conocimientos que estamos realmente los autistas.(…) ¡Quiero crecer aprendiendo un millón de cosas nuevas! (…) Pero para estudiar necesitamos más tiempo y diferentes estrategias y enfoques. Y la verdad es que la gente que nos ayuda a estudiar necesita aún más paciencia que nosotros.”
Los versos de Gabriel Celaya celebran este designio.
Educar es lo mismo
que poner motor a una barca…
hay que medir, pesar, equilibrar…
… y poner todo en marcha.
Para eso,
uno tiene que llevar en el alma
un poco de marino…
un poco de pirata…
un poco de poeta…
y un kilo y medio de paciencia
concentrada.
Pero es consolador soñar
mientras uno trabaja,
que ese barco, ese niño
irá muy lejos por el agua.
Soñar que ese navío
llevará nuestra carga de palabras
hacia puertos distantes,
hacia islas lejanas.
Soñar que cuando un día
esté durmiendo nuestra propia barca,
en barcos nuevos seguirá
nuestra bandera
enarbolada.
[1] N. Higashida, La razón por la que salto. Rocaeditorial. Barcelona. 2014
[2] J. Lacan, Conferencia de Ginebra. En Intervenciones y textos 2. Manantial. Buenos Aires. 1988. Pág. 129