Imaginario, Simbólico, Real

Jacques Lacan y su aporte a la cultura contemporánea. Fondo de Cultura Económica.

De la dualidad a la triplicidad

Atribuidas al desequilibrio de los humores, a la influencia de los demonios o al castigo de los dioses, las enfermedades del alma y sus inevitables consecuencias en  el cuerpo y en la civitas repercutían, en las ideas que de ellas se hacían los griegos, la dicotomía del alma y el cuerpo. Eterna dualidad que irá encontrando, en el transcurso de los tiempos, variadas versiones: lo racional y lo irracional, el pensamiento y las pasiones, el espíritu y la carne, lo intelectual y lo afectivo, la mente y el instinto, lo físico y lo psíquico, lo somático y lo cognitivo…

Tal humana inclinación por la duplicidad arraiga en la confrontación del caos y el orden; alimentando el sueño de la armonía y el equilibrio de un mundo interior con el exterior. La solución de los desarreglos graves entre ambos justificaba el encierro, el esperado restablecimiento del orden impugnado por el enfermo mental.  

El encuentro de Jacques Lacan, joven psiquiatra, con la locura, vendría a socavar los cimientos de tales tradicionales bifurcaciones artificiales. Pronto comprendió el alcance del reclamo del psicótico a que fuera admitido el carácter real de sus vivencias. El alienado se rebelaba así a la autoridad de los “doctores”, aquellos que sólo veían, en su testimonio, un trastorno de la imaginación, de la percepción, del sentido de realidad.

Gracias a su posición analítica –antes de haber leído a Freud-, de respeto y asombro ante la palabra del psicótico, Lacan rescata la dimensión ética de la vivencia del delirante, negándose a la estigmatización de la locura y mostrándose dispuesto a recibir la lección acerca de la condición humana que ella nos brinda.  Llegará a definir la experiencia de la psicosis como un trabajo muy serio, como un ensayo de rigor.

La disposición de Lacan a escuchar a los pacientes hizo posible captar la lógica del pasaje al acto en la “paranoia de autopunición” padecida por su paciente Aimée. Presa del furor erotomaníaco, ella había agredido físicamente al objeto de su pasión, una conocida actriz. Constituye la ilustración clínica de su tesis de psiquiatría[1], y se enfoca a la elucidación de la paradójica desaparición del delirio una vez alcanzado el castigo, el encierro. La deducción de que el sujeto buscaba, sin saberlo, en ese acto, “golpearse a sí mismo” inauguraba el movimiento hacia Freud. Porque su justa apreciación exigía su ordenamiento en categorías ajenas a las del discurso médico. Se requería, para captar la lógica que había motivado el acto de Aimée, la distinción de, por una parte, la captura psíquica en lo imaginario, la seducción alienada en una imagen de sí misma que se ha independizado del reconocimiento de los otros, y que, llegado el caso, sólo encuentra en el acto violento una vía para hacerse valer. Y, por otro lado, era preciso diferenciar la dimensión de lo simbólico, orden rechazado por la palabra del delirante cuya “libertad negativa”[2] se niega a la dialéctica del discurso compartido.  También, el “retorno en lo real” de la tendencia suicida que ocasiona el atentado.

Así fue tomando forma el trípode de real, simbólico e imaginario, eje de la novedosa lectura lacaniana de Freud, indispensable para ordenar los registros en los que se distribuye nuestra experiencia subjetiva. Se trata de una triplicidad elaborada al filo de la clínica, gracias a la cual es posible distinguir que hay palabras que toman un valor diferente según su inscripción se produzca en un registro u otro. Constituye uno de los carriles más sólidos del vasto recorrido de la enseñanza de Lacan. En el transcurso de la cual conocerá distintas formulaciones y ajustes hasta llegar a la proposición final en el modo de nudo borromeo.

El yo imaginario, el ser simbólico, la grieta real.

La preocupación de Lacan se centra en la construcción de las sólidas bases  del nuevo discurso inaugurado por Freud, que entretanto, había derrapado hacia la psicopatología. No dudó Lacan  en aproximar los relatos de hospital al parlamento de Alcestes en El misántropo de Moliére, o a la terca figura hegeliana del alma bella, cuya “ley del corazón” repudia toda conciliación dialéctica. Enfrentada al desorden del mundo, acaba en una situación sin salida que se vuelve contra sí misma. Buscaba una estructura común y la encontró en la función del yo, que reveló ser así una función de desconocimiento. Con ella se esclarecía el carácter paranoico e infatuado de toda identidad,  un rasgo compartido por los seres humanos: desde el punto de vista del yo todos somos locos, el yo está “preñado de delirio.” Lo que distingue la psicosis clínica es su inmutable adherencia, sin mediación, a la identificación que revela entonces el carácter mortífero del narcisismo.

Lacan lee de una manera original el narcisismo freudiano para extraer la razón estructural de esta constatación, adjuntando el concepto heiddegeriano de ser-para-la-muerte y el deseo de reconocimiento en cuyo acicate Hegel había cifrado el tránsito de la experiencia que separa la condición humana de la animal en el devenir de la Historia.

Descubre que, en el corazón del narcisismo, se esconde esa grieta mortal entre el yo, que es imaginario, y el ser, que es una ausencia ocasionada por lo simbólico. La vida es el camino de la búsqueda de resolución de nuestro desamparo estructural que Lacan transforma en una falta–en-ser en cuyo seno late la “tentación suicida”, la posibilidad virtual de la locura que asoma ante la creación de nuevas formas de existencia. Una discordancia primordial vinculada a la impotencia biológica –el ser humano no puede subsistir sin el otro- se resuelve pues en una tensión psíquica, e impulsa la conquista del ser en lo simbólico, el orden que trasciende a la inmanencia vital.  Se atrapa así una unidad mental, de forma anticipada y por medio de la captura en una imagen ideal, expresada con el particular regocijo del bebé. Es la alegría de la subjetivación del yo durante el estadio del espejo, el goce de nuestra humanización que nos ata a las palabras y al semejante. Esta imagen “que despierta la pasión y provoca la opresión”, será la sede del enamoramiento, pero también de la agresividad, propia de la diferencia yo-no yo, que suscita la rivalidad y los celos. 

Ahora bien, la consistencia del registro imaginario no es independiente de la operación simbólica de la negación; la función de desconocimiento atribuida al yo supone la capacidad de negar lo previamente reconocido, lo primitivamente afirmado. Lacan eleva, de la mano de Hegel, a la cima de la acción de la palabra y su poder dialéctico, la negación, la operación en donde Freud situaba la génesis del psiquismo, la necesaria frontera de nuestra afirmación subjetiva.

La potencia de lo simbólico.

Armado con su escobilla del estadio del espejo, como él mismo iba a reconocerlo más tarde, Lacan se dedica, durante los primeros años de su enseñanza, a luchar contra la degradación de la práctica analítica que había conseguido borrar el alcance del descubrimiento de Freud entronizando al yo como función de síntesis, como la vara de medir la realidad, en desmedro del inconsciente y la pulsión de muerte. Pieza a pieza, al mismo tiempo que llevaba a cabo el “retorno a Freud”,  en una atenta y crítica lectura, iba desmontando los síntomas derivados de la inundación de lo imaginario en la práctica de la interpretación analítica, en la mediocre elaboración doctrinal y en la modalidad mezquina del reclutamiento de los practicantes.

El psicoanálisis había surgido como respuesta al malestar provocado por los impasses creados en la estela de la mutación generada por el discurso científico tal y como se hicieron sentir al final del siglo XIX. Era necesario recuperar “el filo cortante de la verdad” freudiana y Lacan comenzó dándole su voz: “Yo, la verdad, hablo.”[3] Pareja de la mentira, aliada de la equivocación, compañera íntima de la falsedad, la verdad recobró su fuerza dialéctica, en el lazo entre el sujeto y el Otro. Y, por ende, se desbloqueaba el fecundo lecho de la articulación de la palabra bajo transferencia, con la brújula de la interpretación analítica dirigida a revelar la verdad del deseo inconsciente. De este modo Lacan inauguraba un recorrido inmenso en el discernimiento de la estructura del deseo en el ser hablante, el faro para su realización simbólica, amordazada por el síntoma hasta ser descifrado en el análisis. 

Pronto verá la luz el esquema Lambda, en el que aparecen los cuatro polos, el sujeto, el Otro, el yo y el otro con sus respectivos ejes, imaginario y simbólico.  En esta época,  “lo real con lo que el análisis se enfrenta es un hombre al que hay que dejar hablar[4] , en definitiva, el hecho real de una presencia hablante. La eficacia simbólica del análisis depende entonces de la formación del analista para distinguir la realidad de la palabra, su “secreta fatalidad”, y, de ese modo mantenerse a salvo de los espejismos que ponen en riesgo el lugar adecuado para responder al síntoma rescatando el deseo.

Una doctrina del sujeto acorde con la realidad del inconsciente requería tener en cuenta los hallazgos de la lingüística estructural. Freud los anticipaba en sus obras, pero la noción de “representación inconsciente” había opacado lo esencial, que el inconsciente es una escritura de huellas, de significantes que forman cadenas y se sustituyen unos a otros en las operaciones de condensación y desplazamiento donde se gestan los sueños, los actos fallidos, los chistes y los síntomas.

Por otra parte, la verdad de los síntomas, en forma de enigmas, volvía siempre al mismo lugar, desvelando así su carácter real. Como los jeroglíficos, esperaban un intérprete del mensaje que portaban; en la forma de un texto ignorado cuyo guión el neurótico actúa sin saberlo. El paso a su articulación simbólica revelaba el nudo de los enigmas existenciales que atormentan desde siempre a los seres humanos, el ser-para –la-muerte y el ser-para-el-sexo.  Tal y como se tejen y ordenan en el libreto de la histeria: ¿soy hombre o mujer? …Y en el de la neurosis obsesiva: ¿estoy vivo o muerto?

Que el lenguaje preexiste al sujeto, y que cada ser se anuncia a la vida en la palabra formó parte de la educación freudiana en la que Lacan formó a su auditorio, valiéndose de la tradición para justificar el hecho, tan masivo como ignorado, que se resume en el legado bíblico: En el principio fue el Verbo.

Lacan demuestra que las formaciones del inconsciente son creaciones simbólicas, homólogas a las poesías que resultan de las operaciones de producción de la significación en la vida de las lenguas que hablamos. Y que la lingüística supo adjudicar a las leyes del lenguaje, esto es, a la metáfora y la metonimia, capaces de engendrar siempre sentidos nuevos. Pudiendo concluir en el axioma de que “el inconsciente está estructurado como un lenguaje” se aplica Lacan, entonces, a dilucidar la estructura simbólica del deseo humano, lo que supone adjuntar, a los dos órdenes separados del significante y el significado, una doctrina del sujeto derivada de la teoría de la comunicación. 

Así se emplaza el anudamiento y la distinción de la función de la palabra y el campo del lenguaje en cuya articulación interviene la dimensión temporal.  La temporalidad inconsciente responde al modo en que se logran unir el significante y el significado por medio de la retroacción en el devenir del discurso. Y que ilustra muy bien la puntuación de la frase,  la que esperamos o establecemos para el advenimiento de un sentido.  Así, la propia estructuración del deseo será vinculada a la temporalidad retroactiva que ordena nuestras vivencias y no a la mera cronología del desarrollo.

El estudio de los avatares de la subjetivación de la falta en ser, equiparada al deseo como función vital, exigía la formalización simbólica del complejo de Edipo como pasaje necesario para su humanización. En este punto se reunía el descubrimiento freudiano con las investigaciones de Levi-Strauss acerca de la prohibición del incesto en las estructuras de parentesco. El Nombre del padre revelaba ser la función simbólica que opera en las leyes de la alianza; ellas  instituyen “el orden de las preferencias y los tabúes que anudan y trenzan a través de las generaciones el hilo de las estirpes.”[5]

La presencia o la ausencia del significante del padre en la subjetividad dio lugar a la distinción estructural de las psicosis y las neurosis y trajo consigo un avance sustancial de la clínica. Lacan llegó a cernir la forclusión, el rechazo del nombre del padre como condición de las psicosis. El encuentro con la falta del significante de la ley del orden simbólico traía aparejados la disolución imaginaria y la desaparición del Otro dando lugar a una catástrofe subjetiva y a la fragmentación del cuerpo. La diversidad de los síntomas y el denodado esfuerzo del sujeto por asirse nuevamente a la palabra fueron estudiados, línea a línea, en las Memorias del Presidente Schreber.

Una vez más, Lacan pondría a prueba su saber de la estructura, esta vez, comparando el texto del delirante, condicionado por la carencia simbólica de un significante primordial, con una pieza del teatro de Racine en la que, por el contrario, el nombre del padre irradia su potencia simbólica. Un nuevo mundo de significaciones se ordena en el poema gracias a la operación metafórica del significante “temor a  Dios”. El que viene a sustituir y a unir los antiguos y variados temores que arreciaban a los seres humanos.

Poco después esta elaboración se materializa en una reducción del complejo de Edipo a la fórmula de la metáfora paterna. Representa la acción del significante del nombre del padre sobre el deseo de la Madre teniendo como resultado una significación nueva. Gracias a la cual lo simbólico llega a dominar lo real delimitando el lugar del sujeto y organizando el mundo de los objetos libidinales, vinculándolos al falo. El falo, símbolo de la potencia, adquiere, en la enseñanza de Lacan, diversas funciones, como significante del deseo y del goce, pero también de la vida. Por eso, cuando no está integrado en lo simbólico, como en las psicosis, el sentimiento de la vida se ve altamente comprometido.

El examen de la estructura que rige los vericuetos particulares de la incorporación al orden simbólico en distintos tiempos le obligó a colocar, como dato primero, “la fuerza irresistible del falo femenino”, el atractivo de su falta, tal como se hace presente en el deseo de la madre para el niño.  La crucial diferenciación entre el deseo y la demanda fue la clave para poder precisar el carácter simbólico, imaginario y real de la falta. No menos que del agente que la produce, y del tipo de objeto que surge para completarla.  El hombre y la mujer, la homosexualidad, serán el resultado, más allá de las identificaciones, del devenir de distintas posiciones relativas a la falta, según ésta afecte al ser o al tener…. el falo, símbolo de la libido.

La potencia de la acción analítica radica en promover el poder de los significantes que hacen posible el sostén y la circulación del deseo y el acceso a una posición sexual satisfactoria gracias al consentimiento, a la subjetivación de la castración simbólica. Esto es, a la falta que se transmite de generación en generación como el hilo del deseo. Porque es en los defectos y malentendidos de esta trama donde el inconsciente encuentra la materia de los síntomas.

Aunque la confianza en la posible simbolización de los desarreglos del goce iba disminuyendo a medida que Lacan ponía a prueba los límites del Edipo. El padre falla no por azar, sino por estructura. No existe una norma edípica del deseo.  Tampoco lo real es pasible de ser traducido en lo simbólico completamente.

El riguroso y lento trabajo de traducción de los conceptos freudianos a un marco simbólico tenía por meta su reducción a grafos y mathemas como base de operaciones de la clínica y garantía de la transmisión científica del psicoanálisis. Lacan no escatimó recursos y se sirvió de diversas disciplinas para dar forma a las estructuras que hicieran posible ubicar correctamente las particularidades de la clínica. Un verdadero corpus doctrinal unido a una nueva doctrina del sujeto, postulado en su esencial división, entre, por una parte, sus enunciados, aquello que efectivamente dice y, por otra, su enunciación, la posición inconsciente desde la cual los profiere. Determinada ésta por su fantasma y, más concretamente, por las pulsiones que le dan su consistencia de respuesta para cubrir la brecha de angustia – el abismo suscitado por el deseo del Otro cuando se hace presente en lo real, sin pantallas ni velos, el enigma esencial ¿qué soy en el deseo del Otro? El fantasma es la  construcción de una íntima protección, la ventana de la realidad, el refugio ante lo real, la clave con la que se interpreta el mundo, la lógica secreta que rige nuestras existencias.

En el fantasma el sujeto del inconsciente se amalgama a las silenciosas pulsiones. Y es que el silencio forma parte de la palabra. Por eso es en la gramática de la satisfacción que acompaña las palabras al dirigirse al Otro y en las conductas en la vida donde se conjugan y se tejen el sentido y el goce.  Será postulado por Lacan como el lugar de la causa real de los síntomas. El trabajo del análisis consiste en separar lo que está inextricablemente unido por el fantasma, el sujeto y su  “complemento” libidinal, hasta desentrañar la lógica sutil en la que se cifra el deseo, la esencia del hombre, gustaba Lacan de citar a Spinoza.

La extimidad de lo real

Lacan acomete una nueva lectura de Freud desde la perspectiva del goce.  Este concepto traduce la unión de la noción freudiana de libido unida a la pulsión de muerte que había llamado “libido negativa” debido al carácter paradójico de esta satisfacción. A partir de esta constatación, es preciso estar advertido de que la acción analítica no sólo debe incidir en lo que el inconsciente “quiere decir” sino en lo que, del inconsciente, “quiere  gozar” siendo, sin embargo, ajeno a la voluntad. Es la razón por la que el psicoanálisis debe precisar los principios éticos que gobiernan su campo y que Lacan concibe como una ética del deseo, que toma en cuenta aquella dimensión, más allá de las barreras de lo bello y de los bienes, la cual, a la manera de un enigmático apetito, atrae hacia el mal desconociendo cualquier negativa, así sea en nombre de los fines más elevados. Lo inhumano reclama ser considerado a la par que lo humano en la experiencia de los seres hablantes.

Es el inicio de la exploración de lo real, no como externo a lo simbólico sino incluido en él que Lacan bautiza “extimidad”; un nombre para esta zona opaca de la subjetividad. La llamará también la “segunda muerte”, más allá de la vida del organismo; surge como efecto del lenguaje y dará lugar a una “biología lacaniana”[6]. También la identifica con Das Ding, La Cosa, que Freud había separado de las representaciones de palabra en la topología del inconsciente. Finalmente, lo coloca en el centro de cualquier consideración de la moral. Vuelve Lacan sobre los pasos de Freud, quien se había sublevado ante el mandamiento cristiano “amarás a tu prójimo como a ti mismo.” El prójimo es una figura del éxtimo, de lo real del goce como figura del mal que habita en la intimidad del ser hablante. Por tal razón, incitar a ese amor sin condiciones significa empujar al sacrificio, a la renuncia, a la autodestrucción. 

Lacan se adentra en la exploración del fantasma, matriz del deseo. Un montaje que integra, en una versión acorde con el principio del placer, lo real, -entendido como la acción de las pulsiones en la subjetividad- que irá perfilándose como el corazón de la práctica analítica.

El psicoanalista lacaniano tiene a su cargo la abnegada tarea de maniobrar con estas poderosas fuerzas en el seno de la transferencia. Y ello en la medida en que el fantasma es el sostén del lazo con el Otro del que resulta la modalidad particular de la posición en la palabra y en el deseo de cada uno. En definitiva, el fantasma es la clave de la posición en la vida en la que el cuerpo se encuentra absolutamente concernido. El aspecto inaugural de la pérdida de ser ocasionada por lo simbólico se transformará, en esta etapa de la enseñanza de Lacan, en la obligada separación, desde el inicio de la vida, de registros heterogéneos.

A través de la lección clínica de la angustia como el signo de lo real, Lacan estudia el trayecto de la constitución del sujeto a partir de la necesaria operación de una pérdida, de la separación de un objeto recortado del cuerpo. La estructuración del deseo y del cuerpo requieren una castración, la efectuación de la pérdida de una mítica satisfacción que organiza el vacío, sostén del deseo. Lacan examina la exteriorización del objeto a en una topología peculiar. Al desprenderse los objetos pulsionales, convertidos en residuos ajenos, el cuerpo llega a vivenciarse como propio.

Así, mediante una “exclusión interna” a lo simbólico, el objeto a puede funcionar como causa real del deseo. Por esta razón la angustia lacaniana es productiva, por ser la traducción del objeto a, de lo real que se separa de lo simbólico, inaugurando una falta tan vital como el aire. Este corte hace posible el surgimiento del espacio donde se configura la escena del mundo, el campo de la representación.  Y en éste el objeto se traduce por una opacidad, una mancha, que impide cualquier ilusión de autoconocimiento.

La invención del objeto a constituye un paso de gigante en la elaboración doctrinal de Lacan: por fin ha encontrado una noción de lo real operativo para el discurso analítico, equiparable a lo real que especifica al discurso de la ciencia. Primero, vinculado a la anatomía, como objeto caído, -el seno, las heces, la placenta-, viene a representar la automutilación de la que emerge el sujeto como falta. Más tarde, se deriva del estudio de la gramática pulsional de la que resulta, a la vez, la pérdida y la procuración de un complemento de ser en el modo del hacerse… ver, oír, expulsar, comer…. La articulación del sujeto del inconsciente como falta en ser, -condenado a ser representado por los significantes-, con este elemento real se produce en el marco lógico del fantasma, una fusión de dos registros bien distintos.  Cuyos efectos nutren lo imaginario dando consistencia a los escenarios en los que se despliega el movimiento del sujeto y sus apariciones en el gran teatro del mundo: sus inhibiciones, sus actuaciones, sus exaltaciones y emociones.

A partir de entonces Lacan concibe la operación analítica como destinada  remendar la separación fallida del objeto, realizada, hasta la experiencia del inconsciente, de una manera sintomática, como si fuera urdida por una vocación de pérdida que arrebata, de manera incomprensible, los logros, las conquistas, las realizaciones. Dando lugar a las figuras de la fatalidad y el destino.

Años y años dedicados a su exploración sistemática encuentran su razón de ser en la afirmación de que “El valor del psicoanálisis es operar sobre el fantasma.”[7]

Héresie[8], RSI

Sin embargo, la contundente realidad del goce que resiste a la simbolización indujo a Lacan a dar un paso más en la senda de lo real que resistía a ser localizado en el marco del fantasma. Más allá del inconsciente –estructurado como un lenguaje-, se impuso la consideración de la lengua y de su impacto sobre el cuerpo. Marcas tan indelebles como sin sentido, huellas traumáticas que no se conforman a la maquinaria del fantasma, signos de un autismo esencial del ser hablante que relativiza la función del Otro hasta convertirla en una ficción…

Lacan inventa una nueva manera de escribirla, propia del discurso analítico: lalengua. Correlativa al hecho fundamental de que el ser hablando goza y no quiere saber nada más: es el parlêtre, la noción que vendrá a desplazar al inconsciente freudiano. ¿Cómo se anudan las palabras y los cuerpos? Más aún, ¿De qué manera el ser hablante llega a aprehender que tiene un cuerpo?[9] Al cuerpo, explica Lacan, lo aprehendemos como forma. Incluso se ha llegado a hacer de él, a través de una abstracción, una buena forma, una esfera. Apreciamos el cuerpo en razón de su apariencia, pero lo vemos mal. Se insiste en la importancia de la gestalt corporal, pero se ignoran sus agujeros, sobre todo aquél que jamás se cierra, el oído.  Justo por donde llegan los sonidos que morderán la carne dejando su marca distintiva.

Los hombres están cautivos de la forma, adoran una simple imagen y con ella obtienen una aprehensión del mundo. Esta superficie de pura forma nos da la idea de que el cuerpo es un envoltorio, un saco de piel que contiene los órganos. Pero una bolsa, un saco, llega a ser tal porque procedemos a atarlo. En la idea del cuerpo como una unidad imaginaria, como envoltura, se desconoce que para acceder a una consistencia[10] imaginaria, tenemos que hacer un nudo, un cierre para que se mantenga unido. Y, para ello, es preciso tomar en consideración la realidad constitucional del ser hablante, la impronta de una consistencia distinta, la del logos, de donde viene el Uno. ¿De qué manera se anudan la imagen, la palabra y lo real para que de ello resulte una vivencia subjetiva del cuerpo que nos permita considerarlo de nuestra propiedad? 

Un nudo es algo que sucede en tres dimensiones. De manera análoga, el ser hablante, para llegar a tener un cuerpo, necesita de la distinción y del anudamiento de los tres registros, lo simbólico, lo imaginario y lo real. Por eso, en lugar de la geometría de cuerpos, bidimensional, Lacan se apoya en una topología de nudos, acorde con la estructura trinitaria del ser hablante. Es la verdadera Trinidad.

Se desprende de estos desarrollos una nueva definición del síntoma como “acontecimiento del cuerpo.”[11] Tal concepción supone reconocer la acción de la sustancia parasitaria del lenguaje que Lacan llamó “gozante”, porque un cuerpo vivo “es algo que se goza” y eso es lo real, “el verdadero misterio del inconsciente” que permanece incógnito hasta la experiencia del análisis. Dicha sustancia vendrá a añadirse a las sustancias pensante y extensa que había distinguido Descartes al inaugurar la función del sujeto moderno.

El cuerpo no es independiente de los pensamientos sobre el cuerpo, de las distintas versiones acerca de los desórdenes que pueden conmoverlo, sacudirlo, perturbarlo, extasiarlo. Muchas son las teorías que intentan explicar sus excesos y elaborar soluciones de control. Pero no van muy lejos, según Lacan sólo el discurso religioso y el analítico responden a la consideración de dichomansiones (dit-mensions, mansiones de dichos -en el sentido de lugares para ser habitados-) sobre el cuerpo en tanto sede del goce. Califica a la religión católica como la única verdadera, precisamente por atenerse a la verdad de la estructura en lo que concierne a la maldición que pesa sobre el goce. “En el comienzo era el Verbo”,[12] y desde que el verbo se encarna, la cosa empieza a ir francamente mal, el ser humano padece los estragos del verbo sobre el cuerpo. Tan es así que llega a la conclusión de que, como  lo demuestra el Barroco, la historia de Cristo vale por su cuerpo.

Lacan denomina a las representaciones barrocas “escopias corporales” para indicar que son algo más que simples figuras; ellas muestran y nutren, hasta el delirio, los desarreglos del goce. Suscitan y cautivan el goce escópico de los seres hablantes, seres videntes de mirada erotizada, náufragos en el mar del lenguaje donde no encuentran el modo de escribir la fórmula de unión entre los cuerpos.

Más tarde, pudieron ser revelados en la experiencia analítica, en la matriz inconsciente de los síntomas, esos modos de satisfacción y su pertinaz desvarío. También se impuso, con evidencia clínica, la consideración del goce femenino, rebelde a la castración y a la medida fálica. El axioma de la inexistencia de la relación sexual, vendría a coronar la constatación de la ausencia de inscripción simbólica, de una ley que permitiera ordenar el sexo. Era necesario admitir su “forclusión generalizada:” un agujero irremediable vinculado a nuestra condición de seres hablantes.  Por eso, en lo relativo al goce, todo el mundo delira, dirá Lacan. Y así reencontramos, en el final de su enseñanza, una experiencia común a la condición humana que Lacan intuyó desde el comienzo cuando se negó a segregar la locura de la humanidad.

La clínica del parlêtre va más allá de la clínica estructural que distingue neurosis y psicosis. Porque implica un concepto de lo simbólico cuya función no se reduce al dominio del orden, a la producción del sentido y de los lazos sociales. Este otro uso de lo simbólico hace posible la nominación, la cual, a la manera de un bordado, crea nuevas maneras de enlazar trozos de lo real y lo simbólico. Con independencia del sentido, crear nombres caracteriza la maniobra, el hacer del artista.

Esta otra manera de concebir lo simbólico, unida a la diferenciación entre los goces y a la constatación de lo real sin ley impuso a Lacan una clínica pragmática, destinada a encontrar una forma de hacer algo con su rotunda y constante afirmación. Aquello que animó sus primeros pasos en la clínica encontrará, al fin, una respuesta. Su constante preocupación por hallar un tratamiento posible de las psicosis recibió su recompensa. Porque se inaugura un nuevo modo de pensar el psicoanálisis, esta vez desde lo real y no desde el sentido.

Lacan propone un nuevo concepto de síntoma, el sinthome, como el límite, el arreglo subjetivo que permite mantener juntos y diferenciados los tres registros gracias a un cuarto, la marca singular del parlêtre que será distinguido como Uno, su encarnación. 

Una existencia, un decir, es un modo de bordear lo real, que se rubrica con un nombre propio, y está vinculado al hecho insoslayable de tener un cuerpo. Tenerlo, a éste, como propiedad, conlleva hacer un modo de goce presentable al mundo, pudiendo integrarlo en un lazo social, vestirlo de manera adecuada al semblante.  A esta operación de presentación la llamó escabel, es el escalón narcisista que cada uno se fabrica para hacer oír su voz.

La experiencia del inconsciente hace posible saber cómo ha sido construido el nudo; asimismo, al desanudarlos, permite captar el carácter personal de lo simbólico, de lo imaginario y de lo real hasta acceder a un funcionamiento aceptable que facilite la existencia. La operación analítica también puede contribuir al anudamiento cuando prima la dispersión y la errancia, debidas al defecto del nudo que puede causar estragos. El analista lacaniano opera en esos casos uniendo, empalmando, cortando hasta extraer las letras del sutil sorfilado entre lo simbólico y lo real en las que se inscribe la siempre incomparable singularidad del ser hablante.

Lacan se vio llevado a una puesta en cuestión de lo simbólico que revelaba así su carácter de semblante. El inconsciente concebido como una cadena articulada de significantes, como un lenguaje, también mostraba, desde esta perspectiva, ser una ficción. Entonces distinguió el inconsciente real hacia donde se orienta la experiencia de la transferencia.

Con la ayuda de la experiencia de Joyce, el escritor del enigma, un “desabonado del inconsciente” –quien, gracias al poder del equívoco logró hacer añicos el peso de los significantes religiosos-, Lacan llega a proponer una especie de nuevo Génesis. Hérésie. En ese origen también está el goce, pero no en la forma de pecado sino de agujero. Es la falla estructural del goce que cada quien afronta a su manera hasta lograr hacerse una conducta. Lacan eligió indagarla sin respiro.  Así consiguió devolver la dignidad a la práctica analítica que se ofrece a los seres humanos como ayuda en la delicada labor para sostenerse en la existencia y que, desde entonces, se asocia a su nombre.


[1] J.Lacan. De las psicosis paranoica y sus relaciones con la personalidad. Siglo XXI Editores. Buenos Aires.1984

[2] J.Lacan, Acerca de la causalidad psíquica, En Obras Escogidas. RBA Barcelona 2006. P. 166

[3] J. Lacan La cosa freudiana. En Escritos I. Buenos Aires. Siglo XXI Editores. P.391

[4] J. Lacan, Discurso de Roma, op. cit. p.151

[5] J.Lacan. Función y campo de la palabra y el lenguaje. En Escritos I. op. cit. p. 266

[6] Miller, J.A. La experiencia de lo real en la cura psicoanalítica. Buenos Aires. Paidós. 2003. p.312

[7] J. Lacan, Alocución… op. cit.  p. 386

[8] En francés “hérésie”, herejía, y RSI son homófonos.

[9] J. Lacan, Conférences et entretiens dans les universités nord-américaines. Scilicet 6-7. p. 50

[10] Lacan explica que la consistencia es un efecto de lo que permanece junto, unido, y por eso la representamos mediante la superficie. También que “La geometría común trata de las caras, de allí proviene la palabra cara.” (Seminario XXIII).

[11] J.Lacan. Seminario XXIII Le sinthome. Paidós. Buenos Aires. 2006

[12] J.Lacan. El triunfo de la religión. Paidós. Buenos Aires. 2006. Pág.89