Hace tiempo escribí un texto preparatorio para un Foro realizado en Barcelona con el título Autistas ¿insumisos a la educación?
Mi texto llevaba por título: Autistas, profesores de autismo. Efectivamente, mucho de lo que sabemos del autismo nos lo han enseñado los propios autistas, los libros de Sellin, Grandin, Williams, Schovanech, Tammet son verdaderos tratados destinados a quienes deseen acercarse verdaderamente a la realidad vivida por estos seres humanos más bien verbosos como les llamó Lacan, aunque algunos permanezcan cautivos en el silencio. En su Conferencia sobre el síntoma Lacan niega que los autistas sean handicapés, consideración que reserva a los sordomudos. Siendo lo natural para los seres humanos hablar, ellos serían los verdaderos afectados por una minusvalía.
En el autismo se trata de otra cosa, en ellos “la palabra se congela.”
La película Una vida animada constituye una nueva lección, conmovedora y esperanzadora acerca de la experiencia subjetiva del autista y su familia, empeñados los padres y su hermano en la “misión de rescate” del pequeño. Tenía Owen tres años y medio cuando cayó en “el agujero negro”, el “pozo profundo y oscuro” -expresión que recuerda a la de Donna Williams cuando se refería a la Gran Nada Negra-, que le arrebató progresivamente el lenguaje, el dominio sobre su cuerpo y la alegría. El único interés que quedó a salvo del naufragio se centraba en las películas de Disney.
Un día salió del silencio y exclamó: Just your voice. Una frase de La Sirenita, ciertamente no cualquiera si quien la enuncia no puede tomar la palabra, no puede hacer oír su voz. Sus padres encantados de recibir un signo de la presencia de Owen consultaron al “especialista” quien, rotulando el hallazgo de ecolalia, les desanimó, restándole todo valor al prodigio. Abatidos y bajo el peso de un temible presagio, volvieron a la triste rutina hasta que, cumplidos los nueve años y en ocasión del final de la fiesta de cumpleaños de su hermano, -quien se había quedado triste al despedirse de sus amigos-, Owen murmuró otra frase, esta vez extraída de Peter Pan: “no quiere crecer”. No cabía ninguna duda, su hijito les había hablado y su padre atrapó la ocasión dirigiéndose a él con la voz impostada de un personaje cuyo títere Owen apreciaba mucho y que se encontraba a su lado, preguntándole qué tal se encontraba en su piel, siendo él. Obtuvo inmediatamente la respuesta de que bastante mal por el hecho de no tener amigos.
Se habían abierto las exclusas para el intercambio y toda la familia empezó a hablar Disney. La madre se da cuenta de que Owen se aferra a los personajes animados como a algo que permanece. Una excelente observación, una importante advertencia a los entusiastas de la estimulación. No es la carencia de estímulos la que impone al autista su retiro en un exilio desesperado, sino el imparable aluvión, su caótico exceso, imposible de ordenar y de clasificar por medio de un equivalente al diccionario mental, fantasmático que los “normotípicos” tenemos a disposición hasta que la angustia nos recuerda que no es exhaustivo ni infalible.
Los estímulos irrumpen atropelladamente y el autista se ve obligado a buscar un refugio. Como fueron las pelis Disney para Owen. Allí nos espera, o más bien, espera la contingencia de un encuentro para abrirse al mundo. El sufrimiento inaudito del autista no es debido a la incomprensión, a las dificultades cognitivas. Por eso cuando los padres de Owen lo llevaron a un colegio carísimo para niños con problemas de aprendizaje experimentó un retroceso. Cada vez más triste, huidizo, atormentado por las amenazas de sus compañeros, su vida se ensombreció y ya ni siquiera gustaba de ver películas.
Recluido en el silencio Owen dibuja y dibuja sin parar. Su vivencia más íntima le aproxima a Quasimodo, un personaje deforme que sufre insultos y agravios. El salvavidas vendrá nuevamente del mundo Disney, allí encontrará un lugar desde donde situarse en el mundo, pudiendo proclamar: “Yo soy el protector de los personajes amigos”, una identificación desde la cual llegará a organizar, tiempo después, un club Disney en el cual se albergará a un grupo de desterrados que formaron la comunidad de los que no disponen de otra comunidad que el universo animado de siluetas de ficción en donde resuenan sus sentimientos más puros, los que les hacen reír, llorar y soñar.
Recordándonos aquello que Freud atribuía al genio del artista, el talento para crear con las palabras y las imágenes, los semblantes en donde alojar nuestros informes y caóticas sensaciones de placer y tristeza con las que vamos construyendo nuestro mundo. Nombres, palabras, discursos revelan nuestra humanidad porque evocan aquellas palabras que produjeron un eco privilegiado en la avalancha de las voces dejando una huella imborrable en nuestra carne. Así Owen pudo construir una historia suya e inventar un personaje llamado, Fuzzbutch que reúne todos los poderes malos; en su figura se condensa el pánico inconmensurable al que se enfrentaba cuando se quedó solo, sin los otros, sin amigos, sin palabras para pedir socorro, perdido en las sombras del agujero negro.
El momento de la película en el cual los miembros del club Disney reciben a los actores reales, aquellos que han dado voz a los personajes ficticios en las pelis es, sin duda, uno de los más emocionantes. Owen rezuma satisfacción en el instante en que el mundo de la realidad y el de la ficción se cruzan, mezclándose en una fiesta de simpatía y fraternidad. Es el momento en que se comparten los mayores bienes, los verdaderos dones, aquellos en que los seres hablantes celebran su humanidad.