Pero no islas

Publicado en La Brújula 267 por ELP Sede de Madrid

En el año 1959 se promulgó la Declaración de Derechos del niño.

Podríamos creer que, en el llamado Primer Mundo, la vigilancia por el cumplimiento de estos principios de protección de la infancia es un hecho probado.

Podríamos creerlo, porque pensamos que los ciudadanos de nuestras sociedades democráticas, cada uno de nosotros, no asistiría indiferente al atropello de tales principios. Nadie consentiría, al menos, en el marco de la escena pública, el castigo físico de un menor por parte de un adulto. El maltrato físico ha sido erradicado de las escuelas, y es hoy penalizado.

Podríamos creer que los horrores que aún continúan produciéndose y cuyas imágenes invaden nuestras pantallas pertenecen a otros mundos. Que el hambre, el maltrato, las vejaciones…..se deben al atraso, a la pobreza, a la ignorancia.

Creíamos que en nuestro mundo los menores estaban a salvo de estas calamidades y que, cuando sus derechos son vulnerados, el estado toma las medidas pertinentes en beneficio de los más débiles, de las víctimas.

Creíamos que podíamos dormir tranquilos…

Es evidente que el Psicoanálisis contribuyó en gran medida a los cambios profundos que se produjeron en el campo de la educación durante el siglo XX, que indujeron una transformación en los usos y costumbres. Fueron los analistas quienes alertaron acerca de la influencia decisiva de los primeros años en la formación de las personas, colaborando así, en gran medida, a la erradicación de los castigos y los abusos. Todo ello redundó en la humanización de los lazos entre los adultos y los niños.

“Hemos aprendido –dice Freud- que la dificultad de la infancia reside en que el niño tiene que asimilarse, en un breve período de tiempo, los resultados de un desarrollo cultural que se extiende a través de milenios enteros. Sólo una parte de esta transformación puede cumplir el niño por medio de su propio desarrollo: el resto tiene que serle impuesto por la educación. No nos sorprenderá, pues, que en muchos casos, sólo muy imperfectamente lleve a cabo el niño tal tarea.”

Una vez admitida la dimensión de las dificultades que atraviesan los jóvenes en su recorrido vital inicial, Freud expone sus ideas respecto a lo que considera “la misión primera de la educación”, que no es otra que acompañar este complicado recorrido de nuestros primeros años y que Lacan, a distancia de cualquier pensamiento evolucionista, denominó “experiencia de la infancia”. “El niño – dice Freud- debe aprender a dominar sus pulsiones”, las cuales son, por una parte, vitales para el despliegue de la subjetividad, constituyen la raíz de la particular manera de habitar este mundo y de relacionarnos con los demás. Pero, a la vez, no dejan de mostrar su carácter ineducable, su vertiente, muchas veces, dañina del lazo social, por ser, las pulsiones, esencialmente, “crueles y egoístas”. Los adultos próximos tienen a su cargo proteger a los niños de los daños exteriores, ofreciendo alimento y cobijo pero, sobre todo, su función es atenuar, paliar, aquellos daños que Freud llamaba “peligros internos”, motivados por los impulsos a la autodestrucción que comportan las pulsiones hasta alcanzar un estatuto civilizado.

De ahí que Freud afirme claramente: “Es imposible dejar a los niños en libertad de seguir sin restricción alguna sus impulsos. Ello constituiría un experimento muy instructivo para los psicólogos; pero le haría imposible la vida a los padres y acarrearía a los niños mismos graves perjuicios, como se vería, en parte inmediatamente, y en parte en años posteriores. (…) La educación tiene forzosamente que inhibir, prohibir y sojuzgar, y así lo ha hecho ampliamente en todos los tiempos. ” Pero el psicoanálisis, advierte Freud, nos ha demostrado los peligros que trae consigo tal sojuzgamiento de las pulsiones, la importancia que tal operación adquiere en la causalidad de las enfermedad neuróticas. Por tal motivo, y teniendo en consideración el saber analítico, su conclusión es que “la educación tiene que buscar el camino entre el escollo de dejar hacer y el escollo de la prohibición (…)intentando encontrar el camino óptimo siguiendo el cual pueda procurar al niño un máximo de beneficio causándole un mínimo de daños. Se tratará, pues, de decidir cuánto se puede prohibir, en qué épocas y con qué medios. Y luego habrá de tenerse en cuenta que los objetos de la influencia educadora entrañan muy diversas disposiciones constitucionales; de manera que un mismo método no puede ser igualmente bueno para todos los niños.”

Creíamos que estos vaticinios freudianos de los años 30 serían hoy en día una evidente conquista de la civilización, y que podíamos dormir tranquilos… Pero la pesadilla tecnocientífica nos ha despertado. En manos de algunos “expertos en salud mental”, ha conseguido imponerse una nueva figura de la niñez culpable, fuera de control, ineducable, inaccesible a la autoridad. Se requiere, con la anuencia de los agentes de su protección, que sus excesos sean “tratados” con química para influir en su cerebro cuanto antes, con la intención, afirman, de
evitar mayores daños en el futuro.

Parece una broma amarga…. Que sean justamente, muchos de los llamados a proteger la vida, quienes pueden llegar a convertirse en los artífices de su destrucción…

En este sentido son fundamentales las declaraciones del profesor Joan Ramón Laporte, Jefe de servicio de Farmacología en Valle Hebrón y director del Instituto Catalán de Farmacología, quien ha destacado recientemente la otra cara de todos los medicamentos, su cara letal, mortífera. Su intervención está contribuyendo a desenmascarar los intereses económicos que sustentan la producción y la prescripción ilimitada de los fármacos.

En lo referente a los medicamentos para tratar los trastornos de conducta, nos enfrentamos a una nueva forma de la inevitable “coacción del adulto sobre el niño”, esta vez sin posibilidad de réplica, de rebeldía, de simbolización. La humana e intemporal dialéctica entre la ley y la transgresión, entre el bien y el mal, ha sido sustituida por la infernal antítesis de excesos y necesidad de control . Por fuera de su consideración en el marco de la educación, es decir, del ámbito de la palabra. Esta forma se ha ido instalando a través de la sugestión, se ha inoculado insidiosamente en las conciencias hasta el punto de no cuestionar siquiera la necesidad de la medicación, en niños cada vez más pequeños. Y ello con el cínico argumento de que esta práctica se sustenta en demostraciones científicas, y que es necesario frenar los excesos para proteger la sociedad, las normas de convivencia.

Pero, nos preguntamos ¿quién frena los excesos de los agentes del control de los excesos infantiles?

Es la pregunta que no se formula, en aras de su necesidad, no se cuestiona la crueldad de tales intervenciones, ni la indiferencia manifiesta respecto a las secuelas traumáticas que ocasionan.

Lacan, sin embargo, veía en tales “excesos” infantiles, en la tensión agresiva que caracteriza el vínculo con los semejantes, en la rivalidad, la envidia y los celos nada menos que el arquetipo de la socialización, una de las vías en las que el ser se forma. En cuanto a la franja que separa al adulto del niño leemos lo siguiente: “El psiquismo se constituye tanto a través de la imagen del adulto como contra su coacción: este efecto opera mediante la transmisión del Ideal del yo.” No somos islas, los seres humanos nos formamos en la continua relación de encuentro y conflicto con los otros.

Por eso Lacan también veía, en la distancia del adulto y el niño, en la autoridad que puede ejercer una generación sobre la siguiente, el germen de la subversión creadora. Actualmente, en muchos casos, esta distancia, ejerciéndose sólo en su faz de coacción puede ser nada menos que el germen de un fin anticipado. “Madrinas siniestras de la impotencia y la utopía” , la psicología y la pedagogía se unen a la bioquímica cerrando las preguntas, eliminando los enigmas, ahogando la ambición infantil, fuente de su voluntad de superación, casi desde la misma cuna.

Nos hacemos eco del clamor del poeta Matías Escalera: “Instantáneas de seres asustados, confundidos, crueles, miedosos, solitarios, condenados a la incomunicación en ciudades inhabitables y delirantes; seres perdidos fatalmente en un océano de desamparo. Pero no islas.”

Los niños no son islas, no pueden formarse separados de nosotros, dependen de nuestros deseos, de nuestras palabras, de nuestros actos.

De nuestra íntima convicción de no ser, nosotros, islas, depende que podamos reunir las fuerzas para frenar este pernicioso delirio cerebral cientificista.

Foro: La infancia bajo control Madrid, 2012.