Jessa Crispin, su escritura y los laberintos del feminismo[1]
Cuando leí por primera vez una entrevista a Jessa Crispin me impactó, entre otras cosas, su ácido sentido del humor, su lengua afilada para cantar cuatro verdades sobre ciertos usos y abusos por parte de algunas voces formando parte del movimiento reconocido como “tercera ola del feminismo.” Viniendo de una reconocida activista, me resultaba esperanzador que Crispin se revolviera, por ejemplo, contra el término “empoderamiento” malsonante e inexacto: que las mujeres vayan conquistando el lugar que les corresponde en este mundo, merecería haber encontrado un verbo más justo y más pulido.
No sólo eso, en lugar de proclamar un feminismo de masas, el cual, como nebulosa informe se alimenta de fáciles consignas, Crispin toma posición por las mujeres una por una, destacando la singularidad de sus biografías, de sus luchas, de sus obras. Ello supone trabajar, leer, interesarse por aquellas que nos han precedido o alcanzan notoriedad actualmente. Significa plantarse y exigir una postura crítica y analítica. En definitiva, renunciar a la pereza intelectual. Con ese espíritu acometí la crítica de su libro Por qué no soy feminista. Un manifiesto feminista.
El rapto de Europa
De inmediato leí su estupendo libro El complot de las damas muertas. [2] Auténtica ilustración del género “autoficción” describe una verdadera travesía subjetiva realizada en un viaje por Europa de una chica americana inteligente y culta, en el que va siguiendo las huellas de ciertas personas cuya vida y singularidad la habían conmocionado. Ellos se habían convertido en un enigma a descifrar después del descubrimiento de su obra (Rebeca West, Claude Cahun) o debido a su presencia en los escritos de los otros (Nora Bernacle), pero, fundamentalmente, porque algo de esas historias reverberó en la suya instándola a querer saber un poco más.
Los esporádicos encuentros con su amante añaden una nota dramática a ese recorrido personal en el que nada se ahorra en cuanto a explorar las ambigüedades, las contradicciones, los tormentos de un alma femenina en relación al amor, al deseo y al goce. Ante el primer encuentro europeo con él se acicala con esmero preparando su femenino semblante durante días, con la íntima convicción de ser una amante muy buena. Cuando la cita se materializa finge, no hace preguntas, acepta las lecciones que él perora, agradece la valoración de su vestuario. Pero el fantasma de la otra se abre paso al ritmo de la satisfacción sexual que recibe y ofrece “a las mil maravillas” según reitera. Silenciar sus dudas e inquietudes es “premiado” con seductoras atenciones en un romántico viaje a Roma, durante el cual llega a la certidumbre de portar “el sombrero de la amante”, a pesar de las promesas hechas a sí misma de evitarse el mal trago al colocárselo una vez más. Cuando él anuncia su precipitada marcha justificándose con promesas y mentiras, deja caer súbitamente el semblante de amante condescendiente y se revela como una “cosa salvaje, sibilante y furiosa.” Más allá de la mascarada femenina, surge la Otra dimensión, la voz de la ira contra aquél que la ha vuelto otra para sí misma; cual temible Erinia reclama a gritos al que la ha satisfecho, por el precio de la verdad ignorada, soborno del fantasma que miente sobre la imposible relación entre los sexos.
La despedida acaba sumiéndola en la experiencia de su división: inicialmente aupada como un tesoro al altar del objeto del deseo, se encuentra abandonada en una estación de tren con el sentimiento de ser un desecho, según la implacable lógica que subtiende el narcisismo. Sobre el telón de fondo de la elucubración respecto de la relación que unió a Nora con Joyce, se dibuja la ocasión para reflexionar acerca de la figura de la esposa y la confesión de las razones subjetivas de su radical condena a ese estado: “A mí me crió una mujer así.” Se refiere a las que abandonan trabajos, apellidos, patrias y posible maternidad porque los deseos de la esposa no eran los deseos de su pareja, término cuya mención le remite mentalmente a una cuerda, a la incapacidad de moverse sin el otro, siendo para Crispin una auténtica representación de lo insoportable en donde arraiga su reclamo libertario y cuyas paradojas explora con coraje a lo largo del relato. Porque el trenzado de las historias le irá demostrando la imposibilidad de hacer juicios universales, el modo en que algunas mujeres han conseguido contrariar los “mandatos de género”, abriéndose paso con su deseo hasta encontrar algo de la satisfacción que reclaman y que en determinados giros de la historia, ha tomado la fuerza social hasta propiciar cambios efectivos en el discurso respecto a la mujer: el amor cortés, el movimiento de Las Preciosas, la mística, la puesta en jaque del discurso del amo a través de los síntomas de la histeria que propulsó la invención de Freud.[3]
Isabel, la esposa de Richard Burton, un hombre extraordinario, explorador y políglota, cónsul del gobierno británico, traductor del Kama Sutra y Las mil y una noches, deseosa de aventuras, decidió que el único modo de conseguirlas era casándose con un aventurero. Su memoria es maldita por los estudiosos y lectores de Burton al haber arrojado al fuego su último manuscrito. Sería interesante conocer las condiciones de ese misterioso pasaje al acto, similar al acometido por Madelaine Gide, (quemó las cartas del escritor) y catapultada por Lacan, junto a Medea, como ejemplos de “verdadera mujer.”
A pesar de haber coincidido con Gertrude Bell, entiende Crispin que Isabel renunció a ser ella misma, delegando la realización de una vida intrépida en su marido, (si bien ella le acompañó en sus viajes). En esa época ser individuo y una mujer al mismo tiempo no era habitual [4] y eso disuadía a la mayoría, explica.
Este razonamiento es, a nuestro juicio, una interpretación de la división que la autora experimenta sumiéndola en insomnes devaneos hasta decidirse a tomar contacto vía correo electrónico con la otra, la esposa de su amante. Para luego autoconvencerse de que es ella quien maneja los hilos de ese diálogo consolidando de este modo el enredo fantasmático. El encuentro casual con las postulantes a un concurso de belleza, entregadas a la ilusión de ser descubierta y cambiar un destino mediocre por el de una portada de Vogue le lleva a pensar que en tales ofrendas se trata de “otra manera de ser esposa”, dejando en manos de los hombres el éxito o el fracaso de una vida.
Este aspecto del argumento es ciertamente frágil y ha sido contestado suficientemente por Camille Paglia, conocida como “la feminista incómoda”. Ella señala que las enormes carencias del feminismo contemporáneo son debidas fundamentalmente a tres razones: a la pretensión de acabar con la belleza, al propósito de “construir una teoría del sexo sin Freud” y a “una mentalidad política ingenua que culpa de todos los problemas humanos a los varones blancos imperialistas que han victimizado a las mujeres y a las personas de color.[5]
Paglia invoca la ética para poner las cosas en su sitio: Los hombres honorables no asesinan ni roban ni violan. (…) Los hombres también han protegido a las mujeres. Les han proporcionado alimento. Les han dado cobijo. Y han muerto para defender sus países y a las mujeres de sus países. Debemos volver la vista atrás y reconocer lo que los hombres han hecho por las mujeres.”[6]
Una revuelta sustentada en la ignorancia, en lugar de proteger a las mujeres las infantiliza, hurtándoles la responsabilidad que les corresponde asumir en la vida.
El viaje al interior
Pero Jessa Crispin no se abandona a lo fácil, y prosigue su peculiar camino por el mapa trazado por mujeres excepcionales. Como Rebeca West, quien se desplazó a Sarajevo en 1937 con el fin de captar sobre el terreno las razones que determinaron la aniquilación de millones de personas veinte años atrás. Entre los muchos libros dedicados al tema, en ninguno excepto en el de West hay mujeres. Aunque el interés de Crispin no se limita a la obra de la periodista, crítica y novelista; abreva en el conflicto entre la vida profesional y su faceta como madre soltera de Anthony, hijo ilegítimo del gran H. G. Wells. Situarse imaginariamente en el filo de esa lucha interior le da ocasión de revisar su versión del estrago materno y del Edipo aludiendo al pasar a los años de terapia insumidos en intentar resolverlo. A medida que avanza el texto nos percatamos de las profundas razones de la elección de esas “vidas paralelas.” Y que se hace explícita en el capítulo dedicado a Margaret Anderson, fundadora en 1914 de The Litttle Review[7]: “En este momento ya no sé si estoy escribiendo sobre M. Anderson o sobre mí misma. Nuestras biografías se entremezclan, su madre se vuelve mi madre, mi Chicago se vuelve su Chicago.”[8]
Uno de los hallazgos de este libro es dar a conocer la vida de Maud Gonne, convertida en símbolo de la nación irlandesa. Musa de Yeats, esta hija de un capitán de la armada británica, -la potencia invasora-, demuestra la invalidez del conocido refrán “de tal palo tal astilla.” Aunque Crispin -y en contra de las teorías que adjudican la causa de nuestras acciones a la biología y al estado de los neurotransmisores, o de quienes hallarían ocasión para un diagnóstico de psicosis-, aboga por invocar el libre albedrío, (fiel a su admiración por William James) para intentar comprender la peculiaridad de la vida de Maud. Intuye la importancia de no delegar la responsabilidad de nuestras elecciones en ningún Dios aproximándose así al principio lacaniano por excelencia: “De nuestra posición de sujetos somos siempre responsables”; eso sí, teniendo en cuenta el estrecho margen de libertad que nos otorga la freudiana noción de causalidad inconsciente socavando el proclamado “libre albedrío.”
La serie de vidas paralelas incluye a Igor Stravinsky y a W.Somerset Maughman, ambos cautivos de dependencias que hoy se denominarían “tóxicas”, el primero sujeto al irresistible magnetismo de Diaghilev, el segundo, cautivo de su mujer, Syrie.
La obra de Jean Rhys, y más precisamente, sus personajes femeninos, ofician de motivo para explorar la división entre la creación y la vida del artista; arremete Crispin contra ella, acusándola de hacer uso de su “género específico” en su escritura, vuelta entonces, según su opinión, patología. “Lo que una vez vi como vulnerabilidad, ahora lo veo como pasividad. Lo que vi como fragilidad ahora lo veo como victimismo. (…) Quizá yo siempre he visto a este tipo de mujer como una enemiga.” Y sin quizá, diríamos, a juzgar por la vehemencia de condena.
El broche de oro, a mi juicio, se encuentra en el penúltimo capítulo dedicado a Claude Cahun, artífice de “brillantes autorretratos que de algún modo capturaron la totalidad del alma del siglo XX.”[9] Al desplazarse a la isla de Jersey siguiendo su rastro y el de su amante, Crispin se acerca a unos seres excepcionales y a su extraordinaria historia vital, de un alcance épico insoslayable. En la forma singular de enhebrar los datos se trasluce su propia posición ética: “estas dos mujeres, en lugar de bajar la cabeza o intentar convencer a los habitantes de la isla para que se alcen contra los invasores, deciden ir por los alemanes ellas mismas.”[10] Y la manera en que lo llevan a cabo no deja de maravillarnos; gracias a su conocimiento de la lengua teutona, les escriben cartas [a los nazis que han ocupado la isla] como si fueran los fantasmas de los soldados muertos, con el fin de conmover sus espíritus, incitándolos a reaccionar y a abandonar esa empresa de aniquilación. “Algunos alemanes desertan y desaparecen de la isla. (…) Durante cuatro años se salen con la suya. (…) Luego son arrestadas y condenadas a muerte.”[11]
Con lucidez se interroga Crispin sobre la causa del desconocimiento que pesa sobre esta historia, que añade profundidad al “misterio Cahun”, al “mensaje cifrado” que encierra para nosotros: “Una extraña lesbiana y trans-todo que iba unos cien años por delante de su tiempo con una fuente inagotable de compasión y coraje. Nadie puede leer eso y decir, ah sí, exactamente igual que yo.”
Se advierte en esa sentencia el final del trayecto, porque esa imposibilidad de identificación sacude su interior, al revertir en una pregunta acerca de la propia identidad, cuyos meandros explotaba la “explosiva rareza” de Cahun. No parece casual que tal interrogante surja en la búsqueda del lugar donde fueron enterradas “las dos únicas judías” del cementerio isleño. Explorar lo real del ser-para-el sexo encubre y despista acerca del peso que tiene para el ser hablante lo real del ser-para-la muerte. Ambas dimensiones no suman dos identidades; más bien, anudan la falla de respuesta conclusiva para el amor, el sexo y la muerte que inscribe la división subjetiva en una existencia singular.
No es un círculo, más bien un nudo el que, con el nombre de Coda concluye este libro. El amante se ha separado de la esposa, le propone iniciar una vida en común en Chicago. Crispin sitúa la escena en el lugar mítico donde empezó a gestarse la potencia del lenguaje de Occidente, en Grecia. Sin poder pronunciarse respecto a si es Ulises o Penélope declara “Yo soy un verbo.” El dilema sobre fundar un hogar, y convertirse en esposa prefiere dejarlo en suspenso. La verdad subjetiva se impone: “Siempre añoro el lugar en el que no me encuentro. (…) Estoy dividida. Siento que podría quedarme aquí para siempre.”[12] En el interín una condición de su deseo se desvela: su envidia a las esposas, a los matrimonios, a los hijos de su hermana. Aunque llega a percibir, en un rapto de lucidez, que “…si alguna vez tuviera alguna de esas cosas haría lo posible para perderlas de nuevo. Prefiero, admite, envidiar desde la distancia, donde los bordes son bellamente borrosos.”
Al final, abandona la isla Zakynthos por un golpe de azar decidido entre cara y cruz. Permaneciendo en la incertidumbre si al término de esta travesía la protagonista quiere lo que desea, y qué actos van a derivarse de ese saber conquistado.
[1] Vilma Coccoz: Psicoanálisis, feminismos y féminas. De próxima aparición.
[2] Jessa Crispin, El complot de las damas muertas. Alpha Decay. Barcelona. 2018
[3] He desarrollado este punto en el capítulo dedicado a Freud y las mujeres. V. Coccoz, Freud, un despertar de la humanidad. Gredos. Barcelona. 2017. P. 253
[4] En bastardilla en el texto.
[5] C. Paglia, Feminismo pasado y presente. Turner Minor. Madrid 2018. P. 19-21
[6] p. 25
[7] Margaret Anderson, “sin contar apenas con formación académica ni lazos con el mundo artístico” fundó esa mítica revista literaria publicando los ahora célebres Joyce, Ezra Pound, Y.B. Yeats, Djuna Barnes. Fue llevada a juicio junto a su amante Jane Heap con cargos por obscenidad relacionados con la publicación del Ulises de Joyce
[8] J. Crispin, op.cit., p.120
[9] p.241 “Claude Cahun y Marcel Moore eran “hermanastras, colaboradoras, amantes. Se conocieron de adolescentes y se convirtieron en hermanas cuando sus respectivos padres se casaron. (…) Claude y Marcel eran inicialmente Lucy y Suzanne, pero la androginia es más compatible con el trabajo y con la gente de las fotografías. Claude se había sacado fotos a sí misma, experimentando con la identidad y el género y el cuerpo (…) En París trabajaron juntas escribiendo y en el teatro.(…) Al mudarse a la isla de Jersey en 1937, dejaron atrás los surrealistas y las vanguardias de París.” P. 242
[10] Ibídem, p. 244
[11] Ibídem, p. 245
[12] Ibídem, p. 272