La vulnerable defensa del autista

La clínica psicoanalítica es una clínica del uno por uno

Hanna Arendt, una de las referencias más poderosas en el pensamiento del siglo XX anticipaba con espanto las consecuencias que podría acarrear el avance del “behaviorismo” en las ciencias humanas. En su libro La condición humana[1], escrito en 1958 se rebela ante el nuevo dios estadístico, erigido en “el supuesto de que los hombres se comportan“ y no que actúan con respecto a los demás. En cambio, el acto, por nacer en la trama del discurso, en el seno de lo propiamente humano, es singular, único, excepcional y a ello se debe su carácter extraordinario e histórico. En el comportamiento se privilegia lo parecido, lo homogéneo, la norma, lo que puede ser mensurable. Por esa razón Arendt considera que la uniformidad estadística no es, en modo alguno, un ideal científico inofensivo, sino un ideal político de cuyos peligros advierte: si este ideal logra imponerse “las hazañas tendrán cada vez menos oportunidad de remontar la marea del comportamiento y los acontecimientos perderán cada vez más su significado…”[2]  Es decir, perderán su valor, su excelencia, en definitiva, su dimensión humana.

Esta reflexión no ha hecho sino anticipar el estado de las cosas que intenta imponerse  hoy en día.  En lo que respecta al tratamiento del autismo, toma la forma de un atentado sistemático que se ceba con los seres más frágiles, los que sólo disponen del silencio como última defensa ante el atropello “pedagógico” que les arrebata su capacidad de acción, su humanidad y les trata como entes a ser domesticados.

Con toda razón, en su libro Sortir de l’autisme[3], Jacqueline Berger afirma  que “nada es más peligroso que una ideología que no se reconoce como tal y que se afirma como verdad científica.” Ampliamente documentado, ejercicio de una crítica aguda e inteligente, este libro  refleja el sufrimiento de los padres, su desconcierto ante el nihilismo terapéutico de algunos “expertos” que proclaman que la causa del autismo es genética y, por lo tanto, su cura, imposible. Berger extrae las consecuencias de tales postulados para los afectados y sus familias, aportando los datos económicos que justifican ciertas medidas de restricción y abandono de los tratamientos adecuados por parte de las administraciones públicas. J. Berger muestra hasta qué punto se cumple actualmente lo que Arendt temía: el ejercicio de una falsa ciencia al servicio de una ideología de dominio. En la línea inaugurada por Arendt, este libro constituye un alegato en favor de la subjetividad que ha sido elaborado al detectar el alcance antropológico y ético comprometido en el diagnóstico y las terapias de modificación de los comportamientos.  Frente a lo cual que enuncia su posición: “Pienso que deberíamos concebir los trastornos autísticos como heridas existenciales, como trastornos del ser.  Y considerar a los autistas como sujetos para quienes su existencia no es segura, como seres amenazados de poder ser desposeídos del sentimiento de existir.”[4]

Nuestro sentimiento de existencia, nos ha enseñado Lacan, está en estrecha dependencia del lugar simbólico que consigamos ocupar: “En el comienzo no era el origen sino el lugar” (Mon enseignement)[5]. Ese lugar depende del acto que nos lo confiere, distinguiéndonos en nuestra singularidad.  De ahí que el tratamiento psicoanalítico del autismo no se reduce a la emergencia de la relación al otro, del parecido, sino que intenta ir más allá. Concede un lugar a cada uno como sujeto de la palabra y el lenguaje, cuya silueta simbólica se esboza en “los ecos, las resonancias, la proliferación de palabras aisladas, en la satisfacción que produce el sonido.”[6] Ese lugar simbólico es correlativo de la invención del Otro que propicia un tratamiento destinado a inaugurar un diálogo con el autista siguiendo la orientación de que nos ha aporta la enseñanza de Lacan.

No sin el cuerpo

Para que ese lugar se perfile y pueda aportar una consistencia, un ego, gracias a una topología humanizada, es necesario que el exceso que resiente el sujeto en su cuerpo pueda ser extraído, disminuido, como lo demuestra Martin Egge en un libro de obligada lectura: La cura del bambino autistico[7]. “Las únicas tentativas de pacificación que se pueden poner en marcha implican el tratamiento del cuerpo.”[8] En el diálogo con el autista, esperamos respaldar al sujeto en la conquista del lugar en el que consiga alojar el exceso de pulsión de muerte, de destrucción, fuera de sí. Correlativamente a esta operación, podrá hacer de su cuerpo, un cuerpo propio.

Eric Laurent ha señalado certeramente que la creciente preocupación por este trastorno muestra una especie de jaque: en la era de las comunicaciones el autismo aparece como el impasse al imperativo comunicacional. ¿A qué responde el estado “congelado” en el que se encuentra lo simbólico para el autista?

En su célebre conferencia de Ginebra sobre el síntoma[9] Lacan responde al Dr Cramer sus cuestiones respecto al autismo. Poco antes del coloquio, en el curso de su exposición, había explicado que la resonancia de la palabra es algo constitucional al ser hablante.  La evidencia de este hecho se vincula a la experiencia analítica: “a partir del momento en que alguien está en análisis siempre prueba que escuchó.” Los autistas se escuchan ellos mismos, le dice Lacan al Dr Cramer, “que usted tenga dificultad para escucharles no impide que se trate de personajes más bien verbosos[10].” También Lacan señala la razón de la dificultad: [los autistas] “…no llegan a escuchar lo que usted tiene para decirles en tanto usted se ocupa de ellos.” Y concluye con una frase fundamental: “… finalmente hay algo para decirles”. Sobre estas preciosas observaciones se ha edificado una clínica tan diversa como sorprendente en su eficacia y singularidad.

Según Antonio Di Ciaccia[11], dado que para el autista la palabra no está vestida de semblante, aparece en toda su crudeza, como un real mortificante y por ese motivo despierta una defensa extrema. Su posición demuestra que la palabra, la presencia del deseo le hace mal, le daña: “En su caso lo simbólico no es operatorio para tratar lo real.”

El tratamiento debe contemplar esta fragilidad sin forzamientos, sin imperativos, sin demandas, pero con una vocación sostenida de no dejar caer al sujeto en su trabajo de construcción del Otro para que el lazo y el diálogo sean posibles. 

Muy lejos de estas preocupaciones clínicas se encuentran los cognitivistas y los ambientalistas cuyas guerras vale la pena conocer, señala Eric Laurent. Como la que tuvo lugar en el seno de Autism Speaks, fundada en 2004 por el Presidente de NBC Bob Wright, luego de que su nieto fuera diagnosticado de autista. Los holgados fondos con los que cuenta la fundación les han permitido embarcarse en investigaciones sostenidas en distintas hipótesis: genética, o debida al envenenamiento por mercurio sintético presente en las vacunas; incluso hipótesis de doble entrada por la cual un gen sería activado por mercurio u otras neurotoxinas.  La querella entre los abuelos y la madre ha alcanzado dimensiones mediáticas. Como el pequeño no ha respondido a las terapias comportamentales, la madre confía en una dieta de purificación y de evacuación de los metales del cuerpo.[12]

Lo que llama poderosamente la atención es que en dicho “tratamiento” de purificación, que excluye la subjetividad, que no toma en consideración la palabra, se pone en juego la idea de un cuerpo-tubo, esencial a la posición del sujeto en el autismo. Encontramos la misma idea en un relato precioso de Amélie Nothomb: la descripción de la experiencia del cuerpo, en el estado congelado del sujeto, durante los primeros años de la vida del personaje central de su libro Metafísica de los tubos, al que nombra Dios debido a su aparente y radical autosuficiencia. 

Esta autora ilustra de una manera tan cruda como bella lo que significa una existencia sin la dimensión de la alteridad, de la que el ser hablante depende, como del aire: “Las únicas actividades de Dios eran la deglución, la digestión y, como consecuencia directa, la excreción. Esas actividades (…) pasaban por el cuerpo de Dios sin que él se diera cuenta. (…) Dios abría todos los orificios necesarios para que los alimentos y líquidos lo atravesaran. Y esa es la razón por la cual (…) llamaremos a Dios el tubo.”[13]

En esta ficción encontramos una ejemplar ilustración de la “vivencia de satisfacción” que postulara Freud como el comienzo mítico de la vida psíquica.  En un pasaje en el cual describe la manera en que el “Dios-tubo” accedió al placer humanizado con ocasión de la visita de la abuela paterna, descrito en el relato como el auténtico nacimiento, acaecido a los dos años y medio. La abuela se acerca a la cuna del Dios-tubo sujetando un bastoncito blanquecino y le dice: “es chocolate blanco de Bélgica (…) Es para comer (…) Dios tiene miedo y deseo a la vez. (…) en un arranque de valor atrapa la novedad con los dientes (…) La voluptuosidad se le sube a la cabeza (…) y hace resonar una voz que nunca había oído: -¡soy yo! ¡soy yo la que vive!”  Precisamente, Freud hace depender la experiencia de satisfacción de la  “acción específica” que, en términos de Lacan, traducimos como el acto del Otro que confiere un lugar al sujeto.   Dicho acto constituye la fuente de todos los sentimientos morales[14], porque, gracias al despertar del amor, el ser hablante se anuda a la deuda simbólica que inaugura la recepción de un signo de la presencia del Otro.  A la vez, se produce la reunión del significante y lo real por el cual se inscribe un orificio del cuerpo vinculado al placer, cuyo paladeo resuena en la palabra haciendo posible el surgimiento del yo que por ello se sabe viviente, porque goza. Simultáneamente, la voz cae, objeto perdido en la cadena del lenguaje y el sujeto se hace oír en la forma de enunciación particular, como una declaración del ser: “¡soy yo la que vive!”

Testimonios, relatos, estudios

Existe actualmente una sensibilidad social hacia el sufrimiento de los autistas y sus familias. Como todo fenómeno que obtiene un alcance mediático, se percibe también su reverso, que puede tomar la forma de alarma social.  Aunque son muchos los autores psicoanalistas que se ocuparon de su estudio y de su tratamiento, cierto es que la publicación de una serie de libros testimoniales por parte de adultos autistas (Temple Grandin, Donna Williams, Birger Sellin) ha contribuido a potenciar el estudio del estado de esta enigmática afección.  Además del ya mencionado Metafísica de los tubos también han tenido una gran acogida de crítica y público: Nacido en un día azul de Daniel Tammet y El curioso incidente del perro a medianoche de Mark Haddon. Ambos presentan retratos de sujetos que se han denominado “autistas de alto rendimiento” o síndrome de Asperger.

En este panorama tampoco faltan las contribuciones de los familiares. Además del ya citado Sortir de l’autisme, en nuestro país ha tenido mucha repercusión la publicación de un comic autobiográfico, galardonado con el Premio del Comic de Cataluña: María y yo realizado por un famoso dibujante[15]. Esta publicación estaría destinada a corregir ciertos tópicos respecto a los autistas, intentando normalizar la existencia de los afectados, sensibilizando a la población, reclamando su humanidad.

“En lugar de ser, como se pudiera esperar de una niña autista, distante y fría, ella es afectuosa y emocional”, dice el prólogo.  Lo más singular del lazo entre el padre y la hija es la forma de comunicación, ella habla y él dibuja, fabrica imágenes, favorables a su entendimiento.

Desde nuestra perspectiva este libro constituye una gran enseñanza acerca de un malentendido. En lugar de mostrarnos, como se pretende, las conductas típicas del autismo, aprehendemos sobre lo más particular de esta niña como ser hablante: el modo en que María hace uso de lo simbólico: ella ordena el stock de sus recuerdos, haciendo listas de nombres y los clasifica por clases: sus compañeros, los que fueron a la excursión, los nombres de sus madres. María maneja pues, una lógica conjuntiva para ordenar el caos del lenguaje en el que todos necesitamos una brújula, a falta de la cual estamos desorientados y que Lacan encontró, primero, en la función simbólica del nombre del padre y, más tarde, en la función del significante amo.

Uno de los pasajes más tiernos y que debería suscitar más de una reflexión es la transcripción de un diálogo, destinado a demostrar que ella, por ser autista, no escucha.

Padre: ¿qué has comido?

María: Pili me pegó.

Pregunta y respuesta se repiten varias veces hasta que, por fin, el padre exclama: Te pegó? Deja que la coja! Entonces la niña le responde: spagethis y pollo. Este pasaje demuestra que la niña escucha perfectamente, sólo que para ella es imperativo que el otro escuche lo que más le importa a ella.

“María es única como todos los demás y hay que aceptarla tal cual es”, reza el prólogo. Estamos de acuerdo, pero ¿qué significa aceptarla tal cual es? ¿asumir su “handicap” o resignarse a lo inevitable de un trastorno de supuesto origen genético?

Desde la ética propia al discurso analítico nos interrogamos acerca de las proclamas humanistas y de su alcance. ¿Qué noción de humanidad está implicada cuando se reclaman los derechos –inalienables- de los sujetos autistas?

Según Heiddeger, a través de la historia se han formulado distintos humanismos: el griego, el romano, el cristiano, el renacentista, el romántico, el marxista… Pero, nos advierte este autor, deben distinguirse aquéllos referidos al ser y la desviación implícita al pretender reducir el ser al ente, a una mera existencia donde se eliminan las diferencias fundamentales. ¿No estaríamos ante un reclamo humanista que pretende la admisión de entes discapacitados, víctimas de una enfermedad y no de seres con dificultades en su humanización? Freud y Lacan nos enseñaron a pensar las distintas realidades humanas de las que se ocupa la clínica psicoanalítica a partir de una concepción de lo humano muy precisa: somos seres hablantes y de allí se desprenden nuestras dificultades, del hecho de tener que incorporar, a través de la experiencia de la infancia, una estructura que nos preexiste y que parlotea. En el mar del lenguaje nos cogemos de algunos trocitos[16] que nos permiten mantenernos a flote, no sucumbir. Con ellos formamos un soporte simbólico donde sostener nuestra existencia y conseguir gozar así de lo esencialmente humano, de la palabra. La experiencia de este recorrido está plagada de cortes, traumas, pérdidas; hay sujetos que no consiguen arreglárselas y se inhiben, se detienen, no pueden continuar. Entre ellos, los llamados autistas presentan el mayor de los enigmas.

Muchos psicoanalistas han realizado estudios clínicos fundamentales sobre el autismo, sobre su causa: Donald Meltzer, Frances Tustin, Margaret Mahler, Bruno Bettelheim, Rosine y Robert Lefort, Eric Laurent, Antonio Di Ciaccia, Jean Claude Maleval, entre otros. Todos ellos coinciden en que las conductas llamadas típicas (estereotipias, ecolalias, aislamiento) son modalidades de la defensa. Las versiones difieren en cuanto a la causalidad psíquica y al modo de entender los mecanismos específicos. Por eso en algunos casos se llega a considerar el autismo próximo a la esquizofrenia y en otros como una psicosis de estructura distinta de la esquizofrenia y paranoia.

El humanismo de Bettelheim ante la “fortaleza vacía”

Seguramente uno de los tratados psicoanalíticos sobre el autismo que ha conocido mayor difusión ha sido el de Bruno Bettelheim llamado La fortaleza vacía, que llegó a transformarse en un verdadero best seller. Precisamente en este libro canónico han abrevado ciertas críticas hacia el psicoanálisis en la suposición de que este autor culpabilizaría a los padres del autismo de sus hijos. Sin embargo, una lectura atenta de esta obra, nos ilustra acerca de la mala fe que puede acompañar esas opiniones. Varios pasajes del libro demuestran que Bettelheim hace un denodado esfuerzo por comprender las razones por las que puede haberse producido una respuesta autística por parte del niño, como por ejemplo, cuando afirma: “Ninguna madre, ni siquiera al comienzo de la vida de su bebé puede adaptarse enteramente a sus necesidades, ni perfectamente después, cuando el pequeño ya se va adaptando a ella y al mundo. Siempre habrá ocasiones en que incluso la madre más sensible y dispuesta a la respuesta espere demasiado de su hijo y otras (o en otros aspectos) demasiado poco. A fin de cuentas, las madres son seres humanos, variables y falibles.  Si no lo fuesen, sus criaturas tendrían  pocas posibilidades de probar sus capacidades adaptativas frente a la realidad y su comportamiento no estimularía jamás su desarrollo”[17]

La dimensión subjetiva de la madre (su variabilidad y falibilidad) fue elevada por Lacan a la categoría de una función simbólica, esencial para el ser hablante y a la que denominó Deseo de la madre.  Esta función representa una incógnita vital para el niño, a falta de lo cual, como bien lo precisa Bettelheim, no habría ningún acicate para el crecimiento[18]: Porque en la forma de un enigma, suscita las preguntas esenciales: ¿qué soy en el deseo del Otro, en qué deseo nací?¿cuál es el origen de mi existencia?

Aunque Bettelheim admite que en muchos casos por él tratados la patología de la madre del autista solía ser grave, dice claramente: “esto no prueba ni que la madre cree el proceso autista ni que los elementos específicos de su patología expliquen los de su hijo. A este respecto, parece que la concentración de toda la atención sobre la madre o la relación madre-hijo provenga una vez más de un ideal irrealista: el de una perfecta simbiosis madre-hijo en la que ambos forman una mónada psicológica feliz.  Pero este modo de ver las cosas olvida que la individualización y con ella, que el stress y el dolor empiezan con el nacimiento.[19]

Sostiene Bettelheim que lo fundamental, en la causalidad psíquica del autismo, es la reacción de rechazo, propia del autista, a la que considera una reacción “autónoma”: “Sería un grave error suponer que un padre cualquiera ha deseado  crear una cosa como el autismo en su hijo. Los padres reaccionaron con su propio aparato psíquico y lo espontáneo en el niño fue el modo de interpretar el comportamiento de sus padres hacia él.”[20]

Pero, sea cual fuere la causa inicial, afirma Bettelheim, como se trata de un proceso lento, lo que cuenta “es la relación con el grado y persistencia del fracaso para enviar y recibir mensajes.”[21]Es decir, sitúa en el corazón de esta problemática un trastorno del discurso, de la Demanda.

Si bien los padres de Joey, el “niño-máquina” son presentados como responsables del desamparo afectivo que asoló a su hijo, esto constituye una declaración de ellos mismos, resultado del hecho de asumir su responsabilidad subjetiva en el malestar de su hijo. Negarles a los padres la posibilidad de rectificar su posición como sostienen algunos “terapeutas” es tan inhumano como culparles. 

La concepción de Bettelheim sobre la causalidad del autismo, es que aunque la importancia de la incidencia afectiva de los padres es innegable, lo decisivo responde a una “elección deliberada”. Seguramente es una exageración calificar tal elección de deliberada, pero, en todo caso, frente a la causalidad organicista, nos parece más próxima esta visión a la que Lacan propone en La Causalidad psíquica como causa de la locura cuando postula en su origen “una insondable decisión del ser.” La consideración de la posición autista como el resultado de una reacción espontánea del niño tiene como consecuencia, la posibilidad de concebir un tratamiento cuyo objetivo es una reparación posible de un estado de terror primigenio, lo cual ofrecería la ocasión para una  nueva elección.

La “fortaleza” – que el padre de María denomina “muro invisible”[22] funciona como una defensa que tiene como precio la sustracción de la identidad, sofocada mediante el aislamiento forzoso en un mundo interior. Bettelheim piensa que para curar esta dolencia psíquica es preciso ofrecer una situación completamente diferente, que permita reparar la unidad inicial que el niño percibió como peligrosa. Se trata de ofrecer seguridad y comprensión al estado emocional al niño, ahogado por la defensa, a fin de que pueda ser “descongelado”.

Es este significante, precisamente, el que usa Lacan la única vez en que se refirió al  autismo considerándolo un estado “congelado” de la subjetividad;  en ya la mencionada conferencia de Ginebra.  Lacan afirma que se trata de entender cuál es la causa de que, a pesar de la resonancia constitucional que tiene el lenguaje en el ser hablante, hay algunos, los autistas y los esquizofrénicos, en los que, sin embargo, algo se congela.

La lectura de este libro aporta una provechosa enseñanza respecto a la diferencia que existe entre una práctica orientada por una lógica de la estructura y una práctica sostenida por un fantasma personal, derivado, en este caso, de la asimilación del estado de terror de las víctimas de los campos de concentración y el estado de peligro que padece el autista. Los límites de su terapia se evidencian en el tratamiento del goce, de la pulsión de muerte.

Con todo nuestro respeto por Bruno Bettelheim, un hombre valiente y decidido, intentaremos cernir los obstáculos encuentra en su teorización acerca del autismo que repercuten en una práctica con riesgo de convertirse en un laissez faire, beneficioso en un aspecto pero peligroso en otros. Un tratamiento respetuoso del sujeto no significa que carezca de dirección o de límites frente a conductas autolesivas, regresivas o violentas. Bettelheim capta de entrada que el tratamiento no puede diseñarse desde el discurso del amo, el que desde una intención de dominio intenta obligarles a funcionar en el mundo de los otros, que ellos rechazan. La primera parte del libro expone que su doctrina, atravesada por contradicciones y desconocimientos, es el resultado de la introspección y de la observación. “Yo tenía motivos personales para entregarme a esta investigación. Lo primero que me desconcertó y suscitó mi interés por estos niños fue la manera deliberada en que parecen volverse de espaldas a la humanidad y a la sociedad. …su experiencia de la realidad… que les llevaba a un rechazo total (…) Si conseguíamos averiguar o comprender cuáles eran los aspectos que frustraban la humanización de los pequeños y nuevos seres incluso hasta extinguirla, (…) estaríamos en condiciones de hacer realmente algo positivo.”[23]

Este autor reconoce que el interés por las experiencias “capaces de deshumanizar” se encadenó a un tema que le había ocupado durante años, esto es, la pérdida de humanidad en algunas de las víctimas de los campos de concentración nazis.  Aunque el despertar de su interés por “observar y penetrar el autismo se remonta a los años 1932 y 1938, fechas en que llegó a acoger  en su casa dos niños autistas, intentando hacer de ello una experiencia terapéutica.”[24] Sin ningún dramatismo nos cuenta Bettelheim que, tras su liberación, en 1944, volvió a ocuparse en aquello que se había visto obligado a abandonar años atrás. Pero esta vez se le ofreció la oportunidad de crear una institución para llevar a cabo la obra de su vida: mejorar y curar los niños más gravemente afectados.

 “¿Existía una conexión –se preguntaba- entre el impacto de las dos clases de inhumanidad que yo había conocido, una por razones políticas sobre víctimas de un sistema social, la otra producto de un estado de deshumanización resultante de una elección deliberada…?”[25] Esta pregunta demuestra que, frente al ciego determinismo organicista, vale mucho más suponer “una insondable decisión del ser”. Una decisión inconsciente, opaca e incomprensible, pero que supone la presencia de un sujeto, porque sólo un sujeto puede elegir, sólo un sujeto puede declararse ser y, además, sólo un sujeto es capaz de rectificar su elección si las condiciones le son propicias.

Bettelheim es sensible a ello y se manifiesta ante una posible segregación: “en la mayoría de las instituciones que conozco, el enfoque básico del caso (…) consiste en animarle a ver el mundo como realmente es, que es precisamente lo que el niño psicótico no puede hacer (…) Aunque para resistir a esta tendencia no se le ocurre mejor idea que “crear especialmente para él –para el autista- un mundo totalmente diferente del que él ha abandonado en su desesperación (…)un mundo en el que pueda entrar ahora mismo, tal como él (el niño) es.  Esto significa, ante todo, que el pequeño ha de sentir que estamos con él en su mundo privado y no que está repitiendo la experiencia de que “todos quieren que salga de mi mundo y entre en el suyo.”[26]

Henos aquí ante un prejuicio bastante corriente: la creencia de que el niño autista posee un mundo privado, que su conducta de aislamiento expresa que “está en su mundo”.  De ahí se desprende esta alternativa: o el mundo del otro –que el autista rechaza- o el “propio”, al que el terapeuta se verá llevado, por una especie de empatía, a descender, como si de un infierno se tratara, de bajar a sus profundidades, de tal modo de incitar al autista a salir de él.

En todos estos años de clínica de orientación lacaniana hemos aprendido que no se trata de crearle al sujeto “otro mundo” sino de captar las dificultades para su inclusión en el nuestro, en el de todos nosotros, de modo tal de conseguir incitarles a ocupar su lugar a partir de la toma en consideración y el sostenimiento de su trabajo incesante[27]. Ello supone que disponemos de una doctrina del sujeto, de la estructura del lenguaje, de la causalidad psíquica: la lógica necesaria para invitar al autista a habitar lo simbólico del que se encuentra excluido. Aunque la estrategia en el tratamiento difiere de los que se llevan a cabo actualmente, sí que es cierto que encontramos en esta obra una aguda sensibilidad respecto al problema existencial del sujeto: “En el meollo  de nuestro trabajo no hay ningún conocimiento particular ni proceder científico, sino más bien una actitud íntima ante la vida y ante los que han quedado atrapados en la lucha por ella. Es una actitud que antes de Freud ni siquiera podía sospecharse.”[28]

Estamos de acuerdo en ello: sin la orientación de Freud y Lacan no es posible un tratamiento por la palabra, aunque esta misma afirmación nos coloca de lleno en el problema del asunto: Bettelheim detectó la necesidad de una acción terapéutica que no respondiera al discurso del amo, que según la definición de Lacan, sólo “quiere que las cosas vayan bien” sin preocuparse por la subjetividad.  Este autor pretendía inspirarse en el discurso psicoanalítico al que considera como una nueva especie de humanismo. Sin embargo, aunque la acción terapéutica del psicoanálisis es el envés del discurso del amo, Freud jamás caracteriza la posición del analista como una actitud “humanista”.  Freud y Lacan desentrañan la lógica de la estructura en la que los humanos son llamados a existir de lo que se deducen las dificultades y sus posibles soluciones. En cambio, las actitudes son personales, revelan nuestra manera de ser más particularmente fantasmática, forman parte del yo y su séquito de prejuicios. Por eso echamos de menos en la teorización de este autor un rigor necesario cuando se hace uso de los conceptos psicoanalíticos.

El aprendizaje y el objeto

Bruno Bettelheim se deja llevar por sus ideas a las que coloca por encima de los conceptos freudianos.  Piensa, por ejemplo, que el sujeto busca en primer lugar el confort corporal y luego, la interacción con el medio. Cree que el aprendizaje aporta la posibilidad de prever las consecuencias de las acciones: el desarrollo de la personalidad depende de las reacciones a estímulos internos y externos que conducen a emprender acciones con un objetivo determinado.  De todo ello se desprende la idea de que la conducta humana se regula con objetivos prácticos y no, como descubrió Freud, por el principio del placer y la repetición. A diferencia de Freud que ubica en el corazón de la actividad psíquica la búsqueda del objeto perdido, causa del deseo, y en función de tales ideas, Bettelheim se ve llevado a eludir la pregunta por la causa y a hacer hincapié en un determinismo psíquico orientado a la adaptación a la realidad. Aún así valora positivamente la iniciativa particular del sujeto en la conquista de su identidad: “la acción espontánea dentro de un contexto social y el estímulo para provocarla, parecen decisivos para el desarrollo de la independencia”[29]

La incidencia de sus ideas personales por las que desconoce la función psíquica de los objetos libidinales le inducen también a una lectura sesgada del funcionamiento del objeto transicional descubierto por Winnicott : “A mi juicio –confiesa-, esa necesidad de muchos niños de abrazarse a un objeto transicional (un muñeco, una manta de cuna, etc.) representa o sugiere la existencia de unos esfuerzos espontáneos por procurarse por sí mismos la experiencia de un abrazo activo demasiado poco frecuente en su relación con sus madres.”[30]

Lacan, por su parte, hará una lectura muy distinta del objeto transicional, considerándolo un hallazgo “espontáneo” del sujeto, que denota la posibilidad de una invención, de una conquista subjetiva a partir de la experiencia de la angustia, (la angustia lacaniana es productiva, según ha demostrado Jacques-Alain Miller).  Gracias a la función vital de ciertos objetos, el sujeto consigue remontar la existencia a partir de un “desasimiento absoluto” en el que le sume la angustia por la falta del Otro, por el desamparo esencial al ser hablante que Freud postuló en Inhibición, síntoma y angustia

Ante la evidencia de que muchos niños autistas habían comenzado a hablar normalmente interrumpiéndose luego, a veces repentinamente, Bettelheim concluye que este comportamiento estaría causado porque el lenguaje se desarrolló en el esfuerzo por influenciar el medio y fue abandonado ante el fracaso del mismo. Los niños tranquilos y solitarios se habrían vuelto autistas sólo cuando sus relaciones intencionales produjeron respuestas destructivas. Esa sería la razón por la que habrían abandonado toda iniciativa[31]

Habitualmente, alrededor de los 18 meses y los dos años, época en la que se presenta la apertura a la dimensión social por excelencia en el aprendizaje del control de esfínteres, se desencadena la respuesta autista.  Esta época contribuye a delimitar el sí mismo, dependiente de la eliminación de algo perteneciente al propio cuerpo en favor de “hacer algo para la madre, o que la sociedad espera que haga.” Sin embargo, a falta de una doctrina sobre lo simbólico, formador del sujeto, la evidente necesidad de simbolización del objeto anal hasta ser transformado en un don en la relación con el Otro se le escapa a Bettelheim, que considera un beneficio la expulsión de las heces porque produce una “sensación cenestésica placentera.”[32].  En esta etapa (del desarrollo), sostiene este autor, pueden coincidir los deseos de los padres y los del niño porque, supuestamente, el goce de dos personas es mejor que el goce solitario. [33]

El hecho clínico de que los niños lleguen a extraerse las heces con los dedos, lo considera una operación deliberada,  “una manera peculiar de reafirmarse que son ellos realmente quienes defecan”. No toma en consideración el horror de un goce mortificante producido por la ausencia de subjetivación del cuerpo propio del que el sujeto intenta extraer un objeto no simbolizado, carente del intercambio humanizado.  Deja sin embargo constancia de la impotencia de estas ideas, de estas teorías cuando comenta que por mucho de que ellos (los terapeutas) les aseguren “que sus cuerpos son capaces de eliminar sin esas ayudas manuales, no nos escuchan, o simplemente, no nos creen.”

Le hubiera resultado muy esclarecedor para captar la lógica de estos síntomas tener en cuenta las enseñanzas de Freud sobre el narcisismo, que Lacan retoma en su genial Estadio del espejo respecto a la formación del yo y la imagen del cuerpo. Estos dependen de un acto psíquico, la identificación, no son fruto del mero desarrollo.  Por eso Bettelheim se equivoca al afirmar que la autonomía se refuerza con el control efectivo del cuerpo propio, sin la asistencia del Otro.[34] Obligado a sostener que el hombre es un animal social, tiene que suponer que el desarrollo se actualiza como resultado de una experiencia social a la que denomina “mutualidad”.  Esta sería la base de un sentimiento de individualidad específica a la que denomina “seidad” (selfhood) que comprende el yo, el ello y el superyo. “Cuanto más sabemos y contemplamos, más actuamos e interactuamos, más seidad tenemos.”[35] La seidad del autista daría comienzo al salir de su aislamiento, ayudado por un sentimiento de identidad corporal. Un estudio sobre la identificación y la in-corporación de la estructura le habría evitado estos conceptos que derivan a una psicología comprensiva.

Bettelheim otorga un lugar fundamental en la causa del autismo a lo que pueda acontecer durante los “períodos críticos del desarrollo”.  El primero, corresponde con la angustia de los ocho meses en el que se inicia el reconocimiento y extrañamiento del semejante. El segundo, (entre los 18 meses a los dos años) coincide con la adquisición del lenguaje y la locomoción que transforman al lactante en un niño y que constituye un período altamente vulnerable porque en él comienzan las verdaderas relaciones objetales.  Describe una especie de enclave subjetivo al que denomina anlage para llegar a distinguir lo específico del anlage autista[36]. Atenazado por la convicción de que los esfuerzos propios no tienen fuerza para influenciar el mundo, el niño se retira entonces a la posición autista.[37] Esta afirmación sorprendente, que compartimos porque supone la presencia del sujeto, se vuelve problemática cuando explica que este retiro es una reacción ante una situación catastrófica que impulsa un movimiento hacia la fantasía de un mundo gratificador.  Si el niño no actúa no es para mejorar su suerte sino para alejar todo peligro suplementario –afirma-, en la ignorancia de que la función psíquica de la fantasía como defensa es imposible para el autista, quien debe recurrir por lo tanto, a defensas más extremas.

Aunque carece este autor de una lógica causal, todas sus observaciones indican una cuidadosa atención a los signos clínicos. Observa que el autista permanece en el espacio, en tanto que el tiempo está detenido por los rituales que implican una “predicción negativa”, una retirada extrema. La terapia consiste en “una reposición, todo lo completa que sea posible, de la unidad originaria madre-niño, cuya insuficiencia le ha llevado a romper con la realidad: en ello ha participado una sensibilidad constitucional desusadamente elevada, es decir, la fragilidad del niño, que él entiende como una discrepancia entre el deseo de actuación y su incapacidad para realizar lo que se propone. Nosotros detectamos la evidencia de un estado de emergencia subjetiva de máxima alerta ante lo real.

Con acierto considera Bettelheim que el lenguaje privado, idiosincrásico, surge porque el niño cree que el lenguaje acarrea un peligro mortal y por ello lo abandona. Aunque, por efecto de la forclusión, no se trata para el autista de una “creencia” sino de una certeza del carácter mortífero del Otro, cuyo goce le invade de una forma extremadamente persecutoria.

También registra Bettelheim paradojas, como cuando reflexiona sobre el estado “congelado” que no alcanza sólo las emociones sino que produce una insensibilidad al dolor. Refiere el caso de una niña que no se quejaba de dolor aún teniendo un apéndice perforado y a la que, sin embargo, había que sujetar entre dos adultos para ponerle una inyección.  Presenta así una ilustración de lo peligrosa que puede ser la intervención del Otro para el sujeto autista, que tiene el valor de una intrusión insoportable.  Lo cual no revelaría, contrariamente a lo que él piensa, que sería más peligrosa que lo que proviene del interior de su cuerpo sino que el cuerpo y el sentimiento de interioridad no se han constituido por ausencia de la función del Otro simbólico y el niño, habituado a estar inundado por la pulsión de muerte, no advierte el peligro real en el que se encuentra su cuerpo enfermo.

Sus interpretaciones responden a una topología simple que diferencia sólo el interior y el exterior y que se muestra contradictoria con su propia aseveración de que el sí mismo no está constituido en el autista. Otro error de concepción que desorienta a Bettelheim radica en la suposición del funcionamiento del mecanismo de la represión, propio de la neurosis y no de un rechazo primordial de lo simbólico de la psicosis que Lacan denominó forclusión.[38]  Manifiesta este autor la firme convicción de que los autistas fueron sometidos a condiciones de vida extremas como las que vivieron las víctimas de los campos de concentración. Su diferencia radica en que, para el prisionero es su realidad exterior la que le impone una situación extrema. En cambio, para el niño es su realidad interior que le atenaza.[39] De ahí se desprende la tesis: “el autismo infantil es un estado mental que se desarrolla como reacción al sentimiento de vivir en una situación extrema y totalmente sin esperanza.”[40]

Y como resultado de sus desarrollos teóricos propone tener en cuenta: “La naturaleza específica, sumamente inhabitual e idiosincrásica, de un modo de establecer relaciones es lo que debe servirnos de guía en el tratamiento.  Cuando sus emociones empiezan a descongelarse lo  primero que se deshiela es un odio y una rabia ciegos.” Es probable, dice, que dirija este odio contra sí mismo, el único objeto disponible y ello en la medida en que Bettelheim considera, contra toda evidencia, como lo demuestran sus casos, que en la posición autista no existe la relación de objeto. Por eso juzga que, aunque tiene menos miedo de las cosas que de las personas, no las utiliza según las convenciones normales, sino según una forma altamente idiosincrásica.

Que no funcione el objeto no significa, afirma, que no exista el yo: el sí mismo está sofocado pero parece funcionar para protegerlo de nuevos daños. De ahí que interprete la defensa como fortaleza: la inversión pronominal es considerada una “conducta a la contra”, entendida como desafío y no un efecto de la dificultad para sostener una enunciación propia. Aún así, estas consideraciones indican que percibe la presencia del sujeto en las conductas y supone “el deseo de identidad” que se expresa en los síntomas.

El caso Joey: el niño-máquina

Este niño “verboso[41]” es presentado por Bettelheim: poseía la palabra pero no comunicaba. Diríamos que manifestaba claramente su condición de sujeto al lenguaje pero también un trastorno en la función de la palabra, de la demanda, una dificultad para habitar lo simbólico. Cuando llega a la institución tiene nueve años y medio, es una criatura de apariencia muy frágil y semeja un autómata.  El singular comportamiento de este “niño-máquina” manifestaba la singularidad de su síntoma: no era propio de un descorticado, “en todo lo que hacía se adivinaba un fin y una intención, una complejidad cuya comprensión se nos escapaba.”[42]

Es notable la conducta alternante de enganches y desenganches al Otro que revela una modalidad real de la alternancia simbólica que Freud descubriera en el juego del niño (Fort-da) y que da lugar al meollo del funcionamiento simbólico: la presencia y la ausencia. Antonio Di Ciaccia ha concebido esta alternancia como el eje fundamental del trabajo del niño, extrayendo la lógica del aparente sin sentido de las estereotipias y ecolalias. Como bien señala Bettelheim la existencia de Joey era real, aún no simbolizada, por ello cuando se enganchaba, cuando manifestaba su presencia, se ponía a funcionar con toda celeridad. Llegaba a un estado de excitación máxima, hasta la agitación que culminaba en un punto álgido, la “explosión”, momento en que tiraba una lámpara o la hacía explotar en pedazos; entonces corría en todas direcciones y gritaba: “¡Crac, crac!”  Luego de lo cual “moría con los ruídos” y volvía a su aparente no existencia, a la ausencia real.

Joey había inventado sus “dispositivos de enchufe” para poder llevar a cabo todas las acciones cotidianas requeridas en la institución. Por medio de la distribución de hilos imaginarios que le conectaban a su “fuente de energía” conseguía comer, dormir, jugar, leer, es decir, realizar todas estas actividades reguladas por lo simbólico, por la demanda del Otro cuya placentera humanización le era inaccesible.

Gracias al  sostén simbólico que le aporta el singular uso de un objeto –la lámpara-, de esta “pieza suelta”[43], llegará a construir complicados artilugios en un esfuerzo para fabricar un apoyo para su defensa subjetiva. Al poco de ingresar en la institución Joey empieza a trabajar en un sutil bricolage usando cartón, cinta adhesiva, trozos de alambre, hasta dar forma  a lo que denomina “máquina de respirar”. Hasta tal punto su cuerpo y su relación al Otro dependían de su trabajo incansable!  Además de los educadores, los demás niños también percibían su esfuerzo y expresaban un respeto espontáneo por su labor, evitando pisar los vitales hilos de Joey. En el libro figuran fotos de los complicados montajes que colocaba en su cama, en la que también agregaba un altavoz que le permitía hablar y escuchar: un dispositivo de protección ante el carácter real, angustioso que adquiere la voz cuando no está entramada con las significaciones y conlleva por lo tanto, un acento mortificante.

Bettelheim se equivoca cuando afirma que al hacer el esfuerzo por “entrar en su mundo” ellos, los educadores perdían su humanidad. ¡Todo lo contrario! Al conferirle al trabajo del niño un reconocimiento y una aceptación, al decirle sí a su invención, le otorgaron el lugar de sujeto, respondiendo desde el lugar del Otro que recibe el mensaje de la dificultad: “Tenía la capacidad de llamar y retener la fascinación hasta hacer creer que era una máquina.” Esta afirmación debe hacernos reflexionar acerca de la importancia de la certeza que manifiesta el niño respecto de su síntoma y del tratamiento de las identificaciones en el tratamiento psicoanalítico: el significante “máquina” le representaba, evidentemente, lo había encontrado él, espontáneamente, era su hallazgo más preciado, su creación. En  la estrategia de la cura, se trata de localizar la lógica a la que responde el síntoma y el uso que el sujeto puede llegar a otorgarle en el lazo a los otros. El niño imponía este modo de representación de su ser: “todos los que intentaban ser sus amigos le aportaban tubos y motores, que él deseaba ardientemente, más que cualquier otra señal de afecto humano.”[44]

Bettelheim reflexiona sobre el doble valor de la máquina para la humanidad, advirtiendo  la faceta de beneficio y la otra, su manifiesta capacidad destructora.  Se pregunta por su finalidad, en definitiva, por su valor de goce. En ese sentido, anticipa el estado actual de la civilización, invadido por la producción ilimitada de objetos y máquinas que ponen en peligro la subjetividad. El uso que Joey hacía de los aparatos revelaba la doble faz que conlleva cualquier invención simbólica: por un lado contribuye a la defensa, funciona como un sostén vital, pero puede convertirse, a la vez, en una condena si el sujeto se queda encerrado en una solución que no se dialectiza, que puede permanecer rígida, congelada.

Las condiciones del Otro

¿Qué condiciones de vida tuvo Joey en la primera fase de su infancia que puedan estar en el origen de tal insondable decisión del ser?

Es de esencial importancia la reconstrucción que aporta datos respecto de la subjetividad de la madre y del padre en el momento de su gestación y nacimiento. La incidencia de profundos traumas personales de la madre a los que se agregaba la inquietud por la guerra habrían provocado un nivel de angustia tal que le impedieron cumplir con su función materna. A su estado de inquietud y depresión se añadía una neumonía que le aquejó durante años. Así lo reconoció ella misma: consideraba al bebé una cosa más que una persona, cuando tenía tres meses el niño lloraba todo el tiempo y empezó a cabecear violentamente. Al año y medio sus abuelos notaron un cambio de mal augurio: les llamó la atención la obsesión con un ventilador eléctrico que sus padres le regalaron al cumplir un año, les sorprendía la destreza con que conseguía desmontarlo y montarlo.

En la elección de este objeto es preciso tener en cuenta la sobredeterminación inconsciente de este significante –si entendemos, con Lacan, que el inconsciente es el discurso del Otro. Se destaca el dato de la muerte de un amor de la madre en un ataque aéreo, ocurrida poco tiempo antes de su nacimiento. Además, llevaban al niño al aeropuerto cuando su padre, militar, salía o regresaba de una misión. Su interés por los ventiladores apareció, precisamente, en el aeropuerto.  La ausencia estructural de la función simbólica del nombre del padre encuentra en este caso una conmovedora ilustración. Como señala acertadamente Bettelheim el interés por las hélices proviene de una asociación temporal y espacial.  Joey ha escogido una parte significativa del todo: lo que es posible gracias a la operación significante que Lacan denomina metonimia.  La pregunta por el deseo de la madre encuentra la dirección del hombre muerto y de su padre que se marcha en aviones. Pero la reunión de estos elementos no produce la respuesta metafórica que de lugar al complejo de Edipo, cuya ausencia nota el propio Bettelheim. De ahí que no funcione el nombre del padre como ley simbólica como tampoco tendrá acceso a la significación fálica, sostén del narcisismo: el autor deja constancia expresa de la ausencia de material fálico en las producciones del niño.

Las consecuencias de la ausencia de la función simbólica del nombre se evidenciaron en el terreno de la palabra: se volvió abstracto, perdió el uso de los pronombres. En lugar de decir “mantequilla”, “azúcar”, “agua” se refería a las sustancias: “grasa”, “líquido”, “arena”. A falta de un orden del mundo regulado por la función paterna, el sujeto apela a un uso propio del significante para construir una suplencia del orden imposible: una lógica conjuntista o de clases con la que va agrupando los alimentos por la materia según se presentan al tacto. Bettelheim ve en esta fabricación de un lenguaje idiosincrásico la confirmación que el sujeto crea un lenguaje que conviene a su experiencia emocional. Siendo el resultado de una decisión espontánea, es de por sí, afirma, un logro intelectual. Totalmente de acuerdo.

A los cuatro años una maestra se alarma ante las conductas de aislamiento y dedeo e Joey, motivo por el cual será ingresado en una clínica para niños emocionalmente perturbados. Durante dos años fue tratado en dicha institución, donde también estuvo en psicoterapia, también su madre. A resultas de la cual ella mejoró su relación de pareja y decidió tener dos hijos más. Aunque no salió del autismo el estado de Joey mejoró, incluso al final de ese período ya podía hacer uso del pronombre personal (durante mucho tiempo lo adjudicaba sólo a la terapeuta).

No hace falta tener más pruebas de que no está en juego una causa genética sino el abandono del Otro, que le deja caer: Los dos años siguientes perdió lo conquistado al ser internado en un severo pensionado religioso. Su palabra disminuyó hasta convertirse en un cuchicheo. En esta etapa emergieron las máquinas, como resultado de las “prevenciones” necesarias para subsistir, invadido y asolado por la pulsión de muerte.  Le eran necesarias en los rituales para comer y beber, “de otro modo la corriente le abandonaría.”[45] “Enchufarse” tenía el sentido de unirse a una fuente que mantenía la vida, la luz y el calor.

El itinerario del sujeto en la Escuela Ortogenética

En primer lugar, en la estrategia con Joey se trataba, dice Bettelheim, de proceder a la “descodificación del sistema autista” en un niño en el que la “mutualidad” no se había desarrollado: deducimos que se trataba de suponer un sujeto y de intentar descifrar el valor que tenía para él para conseguir “reconocer en dicho sistema las necesidades humanas.” En diversas ocasiones en el relato se lamenta el autor por la ignorancia y los errores que conlleva, y aunque no siempre lo cumpla, prefiere la palabra del niño a las conjeturas.

El notable interés que manifestaba el niño desde muy pequeño por los objetos que giran sin cesar, fue interpretado por Joey mismo tiempo después, cuando pudo vincularlo a un círculo vicioso de deseo y miedo del que no conseguía escapar.  Aunque lo esencial parece ser mostrar la dificultad para encontrar un límite a ese círculo. No es otra cosa que un efecto añadido de la forclusión del nombre del padre, cuya función introduce un límite en lo simbólico.

Después de un año y medio en la Escuela empezó a fabricar sus máquinas, sufriendo arrebatos de ira cuando algo no marchaba bien en alguno de sus artilugios. Ante uno de esos ataques de rabia la educadora le dice: “¿quieres un bombón o un chicle mientras esperamos que vuelva a andar?” La respuesta de Joey es elocuente: “Ahora ya están bien los hilos”[46]. La educadora consigue evitarle al niño quedar sumido en la impotencia y socorrerle con la palabra justa que restablece los hilos del diálogo, de la comunicación, de la relación al Otro. Este tipo respuesta caracteriza el trabajo “entre varios” de L’Antenne, puesto en marcha por Antonio Di Ciaccia.

Un suceso acaecido durante los primeros días de estancia en la Escuela demuestra la particular dificultad del niño con la demanda.  Le regalan un osito y él se muestra encantado. Su respuesta positiva animó a los adultos a multiplicar el gesto con la esperanza de agradarle. Pero Joey se puso en guardia, no, como piensa Bettelheim, porque esto le obligaba a abandonar sus otros objetos (lámparas y cables) sino por que el regalo se había convertido en una demanda imposible de soportar. Se refugiaba entonces en las máquinas. Durante los primeros meses era agresivo con los otros niños, incapaz de otra cosa, confesaba: “sería estupendo jugar…”.  Ante esta imposibilidad de realizar su deseo se veía obligado a transformar los juegos en máquinas destructoras o amenazadoras: los columpios se volvían “máquinas de demolición” a las que llamaba “rompecráneos.”

Los nombres le resultaban peligrosos y no los utilizaba, su propio nombre le infundía terror. Se refería a los otros como “esa persona grande” o “esa persona pequeña”. No podía sostener la enunciación directa, por eso cuando quería dirigir un pedido lo hacía hablando hacia la pared. Le enfurecían ciertos significantes como “crecer”, “adulto” (llegó a amenazar con no hablar más si lo escuchaba).  Si en la lectura aparecía la palabra “padre” se lo saltaba. (¡!)

En todos estos trastornos de la palabra se verifican las consecuencias de la forclusión. “Hay personas vivas y personas que necesitan bombillas”[47] sentenciaba con una extraordinaria lucidez. A menudo se quejaba de que “no le llegaba suficiente corriente.”, un signo dramático de la dificultad para sostenerse en el deseo, en el mundo de Eros. Evidentemente, más que una fortaleza, la defensa del autista es una finísima y vulnerable película que el sujeto construye para intentar velar lo real de la pulsión de muerte. Con su incansable trabajo el sujeto se esmera en frenar los efectos deletéreos que tienen la voz, la mirada, la palabra del Otro invasor.

El carácter persecutorio de la voz se muestra claramente en el hecho de que: “la mayoría de los intentos de hablarle producían el efecto de hacerle estallar”. Se veía obligado a defenderse de la irrupción de lo real gritando: “Bam bam”. Si con ello no conseguía neutralizar lo que se le decía podía producirse una “Explosión”[48], una catástrofe subjetiva.

Sin embargo, apunta Bettelheim, cuando era él quien iniciaba la conversación se volvía hablador. Y con ello demuestra que la demanda, la iniciativa del Otro, suele ser mortificante para el sujeto. En cambio, el efecto pacificador era notable cuando conseguía sostener una enunciación propia. Se equivoca el autor al interpretar que “su charla tenía por objeto apoyar y reforzar sus defensas, habitualmente hablaba a la contra”. La llamada inversión pronominal que ya fue señalada por Kanner en su descripción del síndrome se origina en la imposibilidad para sostener una posición de enunciación y no tiene, lejos de ello, un valor defensivo.

Lo que Bettelheim denomina “manifestaciones herméticas” eran incomprensibles para sus interlocutores que juzgan por sus prejuicios. Sin embargo, revelaban un saber avanzado, como cuando enunciaba que “los círculos son líneas rectas. Son líneas rectas.” Refiere que normalmente Joey daba la impresión de ser un niño “extraordinariamente dócil y obediente”  pero de pronto podía gritar “Callaos!”, o “Vosotros no podéis dejarme dibujar” en medio del silencio. [49] Sorprende que estas irrupciones, que son indicios de que sufría alucinaciones no hayan sido valoradas como tales, se las considera muestras de un “comportamiento paradójico.”

En un determinado momento Bettelheim decide comenzar a interferir en sus prevenciones y comenzar a formularle algunos límites. En primer lugar, en lo relativo a la comida, “quizá –dice- porque presentíamos vagamente que los problemas de ingestión eran menos decisivos para él”[50] aunque reconoce que estaban cansados de todo el trajín con los hilos para comer.  El montaje del Joey tenían tantas complicaciones que al final no comía: en cuanto probaba un bocado se daba cuenta que algo no estaba en su sitio y se dedicaba a ponerlo en orden. También decidieron frenar el consumo de lámparas, que usaba para mostrar la “explosión”. Aunque su primera reacción fue iracunda, luego consintió a estos límites lo cual trajo consigo una conquista de algunos elementos negativos: a la manera de una fobia inducida, pudo distinguir buenas y malas lámparas y poner en palabras sus fantasías de muerte. Con este progreso simbólico también accedió a la diferencia entre la luz y la oscuridad, cuya alternancia simbólica es tan necesaria para ordenar el mundo.

Acertadamente afirma Bettelheim “habíamos creado un Homo faber, un hombre creador de herramientas.” Efectivamente, Joey pudo formular el sentido de su preferencia: “las máquinas no sienten, se pueden parar, son mejores que las personas. Las personas van más lejos de lo que deben[51]”(¡!)  Tiene razón, por eso cuando la educadora le expresa su amor él responde:“No quiero estar aquí. Tengo miedo de la gente. Tú no tienes que quererme.”

Gran parte del recorrido de Joey en la institución estará dedicado a la simbolización del objeto anal en su estatuto de objeto perdido. Inicialmente, al igual que el personaje de Amélie Nothomb, su vivencia era la de un cuerpo-tubo: las máquinas metían cosas por un extremo y las extraían por el otro, lo cual le imponía complejas actuaciones para poder comer y defecar. A falta de la estructuración simbólica de los esfínteres como localizaciones pulsionales, tenía miedo de que sus intestinos se fueran por el water.  Sus movimientos de vientre eran asociados a explosiones de luz y fuego. El inusitado sufrimiento del niño muestra la indiferenciación del cuerpo y el mundo por defecto de estructuración del campo escópico que compromete el funcionamiento de la representación: cuando defecaba sentía que la tierra se movía.

Desolado, llega a admitir: “Mi cerebro no marcha bien. En mi cerebro hay una pieza olvidadiza, hay que sacarla porque yo no me acuerdo”[52] El niño expresaba de esta manera una dramática asunción de la falta sobre sí, llegaba incluso a darse golpes para conseguir extraer, expulsar, separarse de un goce excesivo que impide el funcionamiento pacificante de la falta.

Constituyó un gran paso el día que le concedieron una linterna que podría apagar y encender a voluntad mientras iba al baño, tuvo como efecto que ya no necesitara taparse el ano para orinar. Aún así se veía obligado a empuñar aterrorizado su pene al defecar, tal era el pánico que le producían estas acciones que, por no estar simbolizadas, permanecían en una dimensión netamente real. Sus dificultades debido a la ausencia de simbolización de la Demanda y del objeto anal eran extremas: intentaba perforarse el cuerpo para que los desechos pudiesen salir. Pero cuando intentaban tranquilizarlo diciéndole que su cuerpo era excelente se ponía furioso. No es de extrañar, él tenía una adecuada percepción de lo que fallaba, sufría de profundos trastornos en el funcionamiento del cuerpo, no era cuestión de mentirle. Decía: “las máquinas son mejores que los cuerpos. No se rompen.”[53]

Gracias a los dibujos que empezó a hacer por estas fechas la separación del goce mortificante se iba  afianzando.  En el libro se recogen algunas de sus producciones entre las que aparece el cuerpo-tubo, figuras de cuerpos-cables, de dinosaurios con excrementos saliendo del cuerpo. A través de este trabajo de nominación, en un mundo invadido por las heces surgieron pozos de petróleo y surtidores ampliándose la cadena significante y, merced a la metonimia, el objeto pudo ir desplazándose fuera del cuerpo. Sensible a la respuesta del otro que no violentaba su elaboración, nota Bettelheim: “como nos mostrábamos interesados y aceptábamos sus fantasías sin querer inmiscuirnos en sus cosas, empezó, poco a poco, a incluirnos.”

El “juego del rastro” marcaría un avance sustancial en la construcción del Otro. El día de Pascua los niños seguían los rastros pintados de un conejo hasta los regalos. Con ello se les intentaba aliviar de tener que disculparse si el regalo no les gustaba. Joey incorporó este elemento, la huella, a su trayecto simbólico, que pasó a ser “la mejor oportunidad para establecer contacto personal con él” iniciándose así el diálogo, el lazo social. Usaba barro, papel sucio en las huellas que él colocaba a su paso y en la medida en que en la institución participaban con agrado en su juego, este desarrollo tuvo importantes consecuencias para su humanización, para su incorporación a la comunidad: se volvió limpio, empezó a hablar a su educadora.

Los logros en la incorporación de la estructura continuaron con una etapa de elaboración de “sistemas de desagüe y alcantarillado”, en la que ponía en juego una especie de “ley cósmica esclavizadora”. Mostraba un vivo interés por todas las aberturas, verificando sin cesar la función del agujero, el fundamento de lo simbólico y, por lo tanto, de la subjetivación del cuerpo y sus orificios. Bettelheim apunta sobre ese momento: antes no tenía cuerpo ni poder alguno, después de este tramo se volvió ubicuo: toda abertura se confundía con las aberturas de su cuerpo. Con ello, el mundo entero se volvió un retrete merced a lo cual, el real dejó de ser amenazador: dejó de usar la linterna y de pedir que le acompañen al retrete.

A esta conquista de la subjetivación de cuerpo siguió el interés por sus semejantes. Bettelheim entiende que este progreso dio lugar a la aparición de “fisuras en la muralla” que contribuye a la humanización de sus afectos. Según su reconstrucción, fue al  final del primer año en la estancia en la Escuela y a raíz de un grave pasaje al acto por el que tuvieron que hacerle una sutura importante en el brazo (diecisiete puntos). El reclamaba que le dejaran hacerse daño y comentaba que no sentía nada en la cicatriz. “Le aseguramos que haríamos siempre todo lo que pudiéramos  para ocuparnos de él e impedir esos accidentes y que estábamos tristes porque aquél hubiese ocurrido.”[54] La respuesta del sujeto a esta declaración del Otro no se hizo esperar: “las cosas de la persona pequeña estaban por todas partes y yo estaba alborotando, como un salvaje y un maleducado y pasé por la ventana (…) la persona pequeña, mis padres la han tenido hace mucho tiempo.” Su educadora, captando la lógica inconsciente del pasaje al acto le dijo que  si las cosas de su hermana no hubiesen estado tiradas él no se habría herido y que, por consiguiente, la culpa era de ella.”[55] Gracias a esta intervención que desculpabiliza al sujeto y coloca la responsabilidad fuera de él, Joey consiguió dar un auténtico giro a su vida, inaugurado al poder decir que su intento de suicidio había sido provocado en parte por su odio a la hermana, por el complejo de intrusión. Días después nombraría a esta educadora por primera vez. Se inauguraba de este modo la aceptación del semejante, que tomó primero la forma del doble: un compañero tres años mayor, Kenrad (ken +rad: lámpara), que funcionó a la manera de un dios despótico durante seis meses. Como efecto de la transitividad mortificante que se instaló en esta relación, Joey empezó a mostrar un comportamiento desorbitado e infantil que concluyó un día en que se enrrolló en una manta y empezó a acunarse. Vivió varios meses en la ficción del bebé Papoose (que significa bebé entre los indios de Norteamérica). Se dibujó como un papoose eléctrico: Papoose  de Connect I cut: Una persona dentro de una lámpara de cristal, conectaday al mismo tiempo separada. Luego les añadió estructuras llamadas “vagones hennigan”, aludiendo al coche de niño en el que deseaba ser paseado. Bettelheim deduce que este significante remite a hen-I-can: “gallina-yo-puedo” y nota que, indefectiblemente, él lo conducía. La asimilación del sujeto y el Otro que citamos anteriormente en el texto de Amélie Nothomb se muestran en este pasaje claramente.

Ante su inquietud por el nacimiento “electrónico” las educadoras le habrían preguntado si no sería mejor nacer de una gallina, que por lo menos es un ser vivo. Esto parece estar en el origen del complicado proceso que concluye con una fantasía de autoengendramiento: “Me he puesto un huevo, he hecho eclosión y me he dado nacimiento.”

Más tarde completa la ficción incluyendo otro personaje, el doble especular, llamado Vanus: “salimos de la cáscara a picotazos, no éramos hermanos siameses pero nos parecíamos mucho.” Dice Bettelheim que en esa época manifestaba una preferencia clara por la sinfonía del Nuevo Mundo.  Poco después Joey empezó a interesarse por otro niño Mitchell, que era muy atento con él. Pudo entonces dividir poderes en buenos y malos, representados por Kenrad y Mitchell. Se vinculaba a este último a través de una familia imaginaria Carr (coche) con cuyo apoyo pudo elaborar un accidente muy traumático que tuvo lugar mientras su padre conducía. En esa ocasión sus padres le habían dicho que pensase en lámparas de todos los tamaños para aliviarse del sufrimiento que tenía en un brazo herido.(¡!) Gracias a la ficción de la familia buena Carr pudo recordar más acontecimientos: “cuando yo era bebé en una cama para dos, había celosías venecianas y yo podía ver esa luz.”[56] El quería renacer como hijo de personas, por eso fabulaba: “Wanda, la enfermera y Mitchell son marido y mujer y podrían darme nacimiento”. Pero no conseguía afianzar esa ficción y volvía a  interesarse en nidos, por el bebé estando en el útero, al que dibujaba con forma de enchufe, desconectado de la madre. Los significantes “padre” y “madre” eran tabúes, como también lo eran los nombres de sus padres.

Con Mitchell empezó a manifestar sus afectos tiernos, al tiempo que sustituía las lámparas por bombones y comenzaba a hablar a otros niños. Aunque cualquier “no” o “espera un momento” constituía una frustración insoportable que le hacía gritar o recurrir a las máquinas. Durante dos años le acompañó un ser ficticio llamado “Valvus”: era, según sus palabras, un chico como él, ni totalmente bueno ni totalmente malo. Aunque su mayor beneficio radicaba en que, igual que una válvula, podía abrirse o cerrarse según su conveniencia o necesidad. Este doble imaginario “funcionaba como un yo”[57], más bien, como una suplencia del yo, diremos. Efectivamente, su invención demostraba que Joey “necesitaba algo más que una simple autorregulación (enchufarse y desenchufarse o encender y apagar la luz, dar y cerrar la corriente). Necesitaba también un fluido en los dos sentidos que le permitiese unirse a una persona y, un día, a la humanidad.”[58]

Las fantasías con la familia Carr le sirvieron de sostén para ese delicado tránsito: no siempre vivían en un coche dirigido por control remoto, ocasionalmente vivían en una casa, como el resto de las personas. El rasgo más sobresaliente era el complicado sistema de evacuación de las aguas residuales controlado por Valvus. Como en todas las elaboraciones que había construido anteriormente, sus progresos iban acompañados del recrudecimiento de anteriores obsesiones. Aunque modificados por el modo de tratamiento del goce como algo dañino, algo que debe ser expulsado, que el sujeto iba insertando en la nueva cadena de significantes.  En esa época, por ejemplo, las lámparas reaparecieron pero esta vez como “lámparas de vomitar”.  “Lámpara a pleno rendimiento”, reza uno de los dibujos. También las usaba para enunciar de la necesidad vital del deseo, de la luz: “los bebés necesitan luz, si no se quedan ciegos.” Al intentar comprender estos dichos con la teoría psicoanalítica Bettelheim ofrece algunas interpretaciones forzadas. Sin embargo, se da cuenta perfectamente que el complejo de Edipo no tenía ningún valor en la subjetividad de este niño.

Finalmente un día, parando la máquina imaginaria que daba de comer a las lámparas comentó: “Las lámparas estaban encendidas desde hace demasiado tiempo. Yo ya no las necesito.”[59] Luego de lo cual habló de su próximo cumpleaños con su educadora y de los regalos que recibiría. Pero todavía pasaría por momentos difíciles como aquél en que la educadora se mostró vacilante, él sintió miedo y dijo: “Tengo que congelarme. Mis brazos y mis piernas se tienen que congelar” e intentó arrancárselos.[60] Aún así, como ya le era posible sostener una enunciación propia, decía que le dolían los  oídos cuando no quería admitir u oír hablar de ciertos sentimientos, que eran muy peligrosos para él.[61] Por lo cual primero habló de ellos a través de una radio imaginaria, luego usando el teléfono de juguete conectado con alambres. Una vez que pudo hacer una gran construcción respecto de la ceguera y la sordera que las personas pueden manifestar ante el sufrimiento psíquico, como le había sucedido con sus padres. Como consecuencia de la interpretación que ése era el origen de su rabia, Joey permitió, por primera vez, ser nombrado con su nombre propio, incluso llegó a firmar un mensaje. Este pasaje ilustra netamente que la elaboración psíquica de una causa traumática no significa una condena moral (en este caso de los padres) sino la aceptación de la realidad de los hechos de la estructura (el encuentro con A tachado) tal y como han sido vividos por el sujeto, que conquista, por el efecto de esta verdad, la subjetivación de su nombre. Se trata de una reconstrucción del trauma y de su defensa, de su respuesta subjetiva: una vez puesta en palabras, admite que así se formó su síntoma particular, y de ahí que pueda firmar, como una rúbrica a una producción personal.  A partir de entonces se interesó por juegos y símbolos infantiles y se atrevía a compartir juegos con otros niños y a hacer travesuras.

Bertha, la única hembra de la familia Carr se convirtió en una “persona ponedora de huevos”. Bettelheim explica la razón de ese nombre: berth (litera de camarote o coche-cama); birth (nacimiento). Se interesaba entonces por los nidos,  llegó incluso a fabricar una incubadora, preocupándose sobretodo por la temperatura adecuada, utilizaba lámparas “de incandescencia” para dar luz y calor.

Un día escribió un criptograma diciendo que eran “las palabras más importantes del mundo”. Muchas de ellas son indescifrables a pesar de los esfuerzos de Bettelheim por encontrarles un sentido.  Lo importante, sin embargo, no es tanto la significación sino el avance del niño en la conquista de lo simbólico y de la escritura como las claves del mundo. Se distinguía chickenpox : la caja de la gallina “donde él se había retirado para recomenzar su vida.”[62] Esta era cada vez mejor para Joey, quien también lo reconocía: “ahora las luces son casi como deben ser.” Su trabajo incesante se afianzó en una serie de dibujos: a lo largo de seis semanas mostró el desarrollo del chickenpox año a año, que culminó en la gallina-polluelo: chicken-hen y la gallina eléctrica encinta de un feto eléctrico. “Me he puesto un huevo, he hecho eclosión y me he dado nacimiento” Esta fantasía de autoengendramiento constituye un auténtico abrochamiento, un point de capiton, con el que Joey concluyó un recorrido de casi tres años en la institución, luego del cual quiso volver a vivir con sus padres. El relato concluye con una entrevista que mantuvieron Bettelheim y Joey tres años más tarde: había realizado estudios de electrónica llegando a fabricar un convertidor de corriente alterna en continua. En esa conversación Joey adjudica la causa de sus trastornos a los graves dolores de estómago que sufrió de bebé y a la ausencia de ideas propias.

Lo que el autista nos enseña

Sostener el acto creador del sujeto autista, potenciar su hallazgo significante, requiere una posición por parte de los que intervienen en su tratamiento: la adecuada para concederle la dignidad creadora al síntoma, así adopte una forma minimalista. Ese posición es posible porque se han llegado a acotar los fantasmas personales en el curso de un análisis personal, de tal modo de no entorpecer el trabajo del sujeto, otorgándole un reconocimiento auténtico que consiga “descongelarlo”, invitándolo a la palabra.

El tratamiento psicoanalítico del autismo tiene una especial consideración por lo real, por aquello de lo que el sujeto se defiende de un modo radical. La modalidad de su defensa demuestra que las palabras, la voz, la mirada, no son para nada benéficas a pesar de provenir de la mejor de las voluntades.

Hace falta formular un nuevo humanismo, lacaniano, el humusnismo[63], derivado del humus del lenguaje, del terreno fértil en el cual cada uno de los sujetos en posición autista, como Joey o María, puedan elegir los trocitos con los que componer su decir, hasta conseguir afianzar un deseo propio, una enunciación particular.

Gracias a este humus el significante “congelado” ha llegado a nosotros: proferido por Joey, citado por Bettelheim y elegido por Lacan para nombrar el estado del sujeto en posición autista. Esta revela una honda vulnerabilidad que estamos llamados a socorrer en la única manera en que un sujeto puede ser ayudado: dando por buena su solución, sin pretender corregirla. Así podremos seguir celebrando que cada vida se haga presente como distinta y singular en cada uno de nosotros, seres hablantes, hijos del lenguaje.  

VILMA COCCOZ


[1] Hanna Arendt, La condición humana.  Paidós. Barcelona 1993. Pág. 54

[2] Idem, pág.

[3] Jacqueline Berger: Sortir de l’autisme. Buchet Chastel.París 2007

[4] Idem., Pág.65

[5] J.Lacan: Mon enseignement. Editions du Seuil. París. 2005 Pág.12

[6] Jean-Pierre Rouillon, texto de presentación a las VIII jornadas RI3

[7] Martin Egge. La cura del bambino autistico. Edit Astrolabio. Roma.2006

[8] Idem. Pág.136

[9] J.Lacan, Conferencia de Ginebra sobre el síntoma. En Intervenciones y textos. Manantial. Buenos Aires.

[10] Según el Diccionario de la Real Academia, “Verboso”, significa abundante y copioso en palabras.

[11] Antonio Di Ciaccia: Una práctica al revés. En Desarrollos actuales sobre el autismo y la psicosis infantil en el área mediterránea. Ministero Affari Esteri.Ambasciata D’Italia. Madrid. 2001

[12] Eric Laurent: Eric Laurent, Le chiffre de l’autisme. Le nouvel Âne nº 8, pág 16

[13] Amélie Nothomb, Metafísica de los tubos. Quinteto. Barcelona 2006. Pág. 9

[14] Sigmund Freud, Proyecto de una psicología para neurólogos. Biblioteca Nueva. Tomo I. Madrid 1973. Pág. 229

[15] María Gallardo y Miguel Gallardo: María y yo. Astiberri Ediciones. Bilbao 2007.

[16] Son términos de Lacan en la citada conferencia de Ginebra.

[17] Bruno Bettelheim: La fortaleza vacía. Edit. Laia. Barcelona. 1977. Pág.43

[18] A través de una lectura estructural del juego del Fort-da que Freud descubriera en su nieto, el par presencia-ausencia que inaugura la simbolización de la madre.

[19] Idem. Pág 97.

[20] Idem., Pág. 100.

[21] Idem., Pág. 103.

[22] María y yo….

[23] Bruno Bettelheim, op.cit. pág.16

[24] Idem., Pág.18

[25] Idem. Pág. 17

[26] Idem. Pág. 21

[27] Ver el texto ejemplar de Virginio Baio: Joe, el niño de la cuerdecilla: el trabajo del equipo y de los padres. En Desarrollos actuales en la investigación del autismo y la psicosis infantil en el área mediterránea. Ministero Affari Steri. Madrid. 2001

[28] Idem. Pág. 22

[29] Idem., pág.46

[30] Idem., pág. 47

[31] Idem., pág. 49

[32] Idem., pág. 52

[33] Idem., pág.55

[34] Idem., pág. 70

[35] Idem., pág.56

[36] Idem., pág. 58

[37] Idem., pág. 67

[38] Bettelheim supone que el origen del autismo se sitúa en una experiencia oral nefasta y de una agresividad oral tan reprimida como radical, de lo que se derivaría su trabajo de protección: no morder, no hablar.  Idem., Pág.89

[39] Idem., pág. 93

[40] Idem., pág. 97

[41] “Que usted tenga dificultad para escucharlo- le dice Lacan al Dr Cramer sobre los autistas- para dar su alcance a lo que dicen, no impide que se trate, finalmente, de personajes más bien verbosos”. Conferencia de Ginebra sobre el síntoma. Verboso: abundante y copioso de palabras. (Diccionario de la Real Academia Española)

[42] B.Bettelheim, op.cit. pág. 298-299

[43] Alusión al seminario Piéces detachées, en el que Jacques-Alain Miller desarrolla el bricolage que lleva a cabo el ser hablante hasta construir un síntoma a partir de  piezas sueltas.

[44] Idem, pág.303

[45] Idem., pág.311

[46] Idem. Pág. 318

[47] Idem. Pág. 322

[48] Idem. Pág. 323

[49] Idem. Pág. 324

[50] Idem. Pág. 325

[51] Idem.Pág. 331

[52] Idem. Pág. 342

[53] Idem. Pág. 342

[54] Idem. Pág. 362

[55] Idem. Pág.363

[56] Idem.Pág. 390

[57] Idem. Pág.395

[58] Idem. Pág. 395

[59] Idem. Pág. 400

[60] Respecto al tratamiento de la violencia en la institución, ver el excelente texto de Bernard Peckel y Bruno de Halleux: Hacer inexistir la violencia. En Cuadernos de Psicoanálisis Nº 28 Ediciones Eolia. Bilbao. 2003. Pág. 105.

[61] Idem. Pág. 401-402

[62] Idem. Pág. 407

[63] Alusiones a lo planteado por Lacan en la Conferencia sobre el síntoma.